Ley de Conciliación y Arbitraje Bolivia

Capítulo I. OBJETO, MARCO COMPETENCIAL Y PRINCIPIOS

Articulo 1. OBJETO

La presente Ley tiene por objeto regular la conciliación y el arbitraje, como medios alternativos de resolución de controversias emergentes de una relación contractual o extracontractual.

Actualizado: 18 de octubre de 2023

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Ley de Conciliación y Arbitraje

Comentario

Ventajas del arbitraje frente al proceso judicial

Arbitraje y proceso judicial son formas o medios heterocompositivos de resolución de controversias. Es decir, mecanismos por el que dos partes en conflicto acuden a un tercero imparcial para que dirima el conflicto. En esto se distinguen de la conciliación, ya que en ésta el tercero no impone una solución a las partes, sino que ayuda a que ellas mismas lleguen a una solución.

El proceso judicial y el arbitraje comparten elementos comunes, pero a la vez grandes diferencias. Esto hace que los particulares deban valorar adecuadamente las ventajas e inconvenientes de ambos mecanismos, a fin de decantarse por la solución que mejor se acomode a sus intereses.

Salvo los casos en los que el arbitraje es obligatorio entre las partes (vgr. art. 39 de la Ley 1883 de Seguros), o en aquellos otros en los que la vía jurisdiccional es la única permitida por la Ley (arts. 4 6 LCA, respecto de las materias que no pueden someterse a arbitraje), las partes pueden decidir libremente entre el arbitraje o el proceso judicial. Esta elección deberá valorar entre otras cosas lo siguiente2:

Neutralidad.

El árbitro, al igual que el juez, tiene la obligación de juzgar de modo imparcial (arts. 3.9 y 59 LCA). Esta imparcialidad es la base y sustento del proceso judicial y del arbitraje, ya que no es posible concebir un proceso en el que, quien dirime, carezca de tal cualidad.

Pero la neutralidad a la que hacemos referencia se refiere a algo diferente. En la jurisdicción las partes están sujetas a normas casi inmodificables en materia de competencia judicial. Salvo los casos de prórroga de competencia territorial, cuando esta es disponible, poco es lo que las partes pueden alterar respecto de estas reglas de competencia. Esto significa que en procesos con elementos de extranjería una de las partes podría tener una eventual ventaja intrínseca sobre la otra. Piénsese, p.ej., en los supuestos en los que la jurisdicción competente es la del lugar del cumplimiento de la obligación o de la celebración del contrato y esta, a su vez, coincide con la sede de la nacionalidad de una de las partes.

En el arbitraje, las reglas de atribución de asuntos a un determinado tribunal arbitral son más flexibles. Pudiendo no solo escogerse alguna que no tenga necesariamente algún punto de conexión con las partes o el objeto del litigio, sino que también es posible escoger la nacionalidad y/o lugar de residencia de los árbitros. Esta característica otorga al arbitraje una ventaja sobre la jurisdicción, porque permite que además de la imparcialidad que le asiste, a pesar que el conflicto deba ser resuelto por un tribunal arbitral residente en el país de la nacionalidad de alguna de las partes, la nacionalidad de los árbitros no coincida necesariamente con ella. Esta situación es inconcebible en la jurisdicción donde, por regla, las legislaciones establecen como requisito para ser juez, ostentar la nacionalidad de aquel país.

Como se observa, la flexibilidad en la atribución de asuntos a un tribunal arbitral permite incluso, en aquellos supuestos en los que se exige que el arbitraje se desarrolle en un determinado país, que los árbitros sean de nacionalidad distinta a la de la sede del arbitraje.

Elección del árbitro.

Íntimamente relacionado con el punto anterior está la facultad de las partes de poder escoger a la concreta persona que juzgará el pleito. En el proceso judicial esto es imposible, ya que el sistema del proceso civil se sustenta sobre la base opuesta. Es decir, impera el derecho al juez predeterminado por Ley y un sorteo de causas, lo que otorga -en ese sistema- cierta seguridad a las partes de que, quien juzgue el pleito no tendrá favoritismos hacia ellos.

El arbitraje, manteniendo la imparcialidad como pilar, parte de un principio diametralmente contario al indicado. Aquí, las partes pueden escoger la institución administradora del arbitraje (con lo que están escogiendo el lugar y las normas procesales) pero también pueden elegir la concreta persona (árbitro) que decidirá la controversia. La diferencia es sustancial, ya que en el proceso civil el dirimente (juez), si bien conforme a normas preestablecidas, es impuesto a las partes, y estas, por lo general, no sabrán de qué juez se trata, sino hasta que haya sido sorteado o designado conforme las normas procesales en vigor.

Además de la elección directa del árbitro por las partes, las leyes arbitrales por lo general también contienen normas que permiten, cuando las partes no se ponen de acuerdo, que sea el centro administrador del arbitraje quien escoja el árbitro. También, cuando el arbitraje deba sustanciarse ante un tribunal colegiado (generalmente tres árbitros) es conveniente que las partes designen cada una un árbitro y luego ellas al tercero.

Pero, sea cual fuere el criterio de designación, por las partes o por la institución arbitral, el árbitro tiene un deber-obligación de actuar con imparcialidad a lo largo del procedimiento arbitral: sobre todo al momento de emitir su fallo. Y es que la designación del árbitro por las partes no significa que su voto está comprometido con quien lo designó.

Especialidad del árbitro.

Relacionada con la facultad de elección del árbitro, está la ventaja de escoger a la persona que, de acuerdo a la naturaleza del conflicto y los criterios personales de las partes, sea la más idónea para resolver la controversia.

En realidad, la especialidad es una de las razones por las que las partes pueden escoger al árbitro. Es decir, las partes pueden, y es conveniente que lo hagan, elegir un árbitro que conozca la materia del tema en discusión. Por ejemplo, si el arbitraje tiene que ver con derecho de seguros, conviene que se elija alguien que conozca la materia; si el arbitraje tendrá prueba en idioma extranjero, conviene que se designe un árbitro que hable o por lo menos lea en el idioma en el que serán presentadas las pruebas.

En el arbitraje, el tipo de conflicto jurídico las más de las veces condiciona la elección del árbitro, conforme a su especialidad.

El juez del proceso judicial difícilmente alcanzará la especialización que se logra en el arbitraje. Y esto por una razón natural que nada tiene que ver con preconceptos que tengamos: la gran cantidad y variedad de causas que se sustancian en la jurisdicción civil y comercial.

Cuando las partes acuden a la jurisdicción para resolver una controversia saben que el juez que conoce un proceso -por ejemplo- sobre patentes, está también atendiendo simultáneamente otros sobre sucesión hereditaria, nulidad de contratos, responsabilidad civil contractual y extracontractual, dificultades entre vecinos, cobro de deudas, desalojo por impago de alquileres, etc., etc., etc. Bajo estas características los conocimientos específicos del juzgador sobre la materia sometida a su conocimiento son más difíciles de garantizar.

En el arbitraje sin embargo, (1) existe una -previsible- mayor garantía sobre estos conocimientos, ya que las partes podrán escoger de una nómina de árbitros conforme está acreditado por el centro administrador del arbitraje. Por último, aun existiendo dificultades en comprobar esta especialización, (2) juzga quien ha sido elegido por las partes, y no alguien que ha sido impuesto por el Estado.

Confidencialidad.

La actuación de los órganos jurisdiccionales es y debe ser, por esencia, pública. Esta publicidad se justifica por los fines que persigue: evitar la arbitrariedad y discrecionalidad, al permitir que las partes y en general cualquier persona pueda acceder al contenido de la sentencia, para valorar no solo la racionalidad o justicia de la decisión, sino también que han recibido un trato equitativo en similares situaciones. La publicidad del proceso judicial busca también garantizar un proceso transparente e imparcial.

Paradójicamente, se alega la confidencialidad del arbitraje como ventaja frente a la jurisdicción. Esto no significa que las garantías procesales estén ausentes. Estas garantías también deben ser respetadas en el proceso arbitral.

En cierto sentido se puede afirmar que el proceso judicial requiere de las actuaciones sean públicas porque se trata de una instancia impuesta a las partes. Estas no pueden escoger al juez concreto que resolverá el conflicto. Por ello, se busca atenuar la desconfianza natural de las partes respecto del juzgador, estableciendo como regla que las actuaciones, y sobre todo la decisión final, serán de conocimiento público.

El ejercicio de la función jurisdiccional exige que las actuaciones sean públicas. Al fin y al cabo el juez cumple una función pública. El papel del juez se concibe como una potestad delegada. El soberano es el pueblo, quien en última instancia, tiene derecho a saber cómo se ejerce esta función. Por el contrario, cuando el árbitro actúa lo hace por decisión de los directos afectados en el conflicto. Ellos, directamente, han decidido someter su controversia a la decisión de determinados árbitros.

Pero la ventaja de la confidencialidad se aprecia con mayor claridad cuando en temas comerciales y empresariales las partes prefieren solucionar sus diferencias en un ambiente privado y no en el espacio público que significa el proceso judicial. Justifica esta decisión la voluntad de ambas partes de mantener en reserva la existencia del conflicto, pero también de los elementos probatorios que se presentarán en el arbitraje. En este sentido, el arbitraje propicia un espacio abstraído de la generalidad de las personas donde los particulares pueden resolver sus diferencias.

Esta confidencialidad o privacidad del arbitraje no tiene nada de extraño si se toma en cuenta que quienes litigan son personas particulares sobre asuntos también particulares y que solo a ellos interesan. Sin embargo, debemos entender atenuada esta confidencialidad cuando una de las partes del arbitraje es una empresa o institución pública o el mismo Estado.

Rapidez.

El tiempo empleado para dictar un laudo hace del arbitraje un método apropiado para solucionar conflictos o controversias en materia civil y mercantil.

En la vida diaria el tiempo es oro y en las actividades comerciales aún más. Todos sabemos que por las circunstancias propias del proceso judicial, resolver un conflicto en materia comercial por vía jurisdiccional requiere un costo excesivo de (1) tiempo y (2) dinero. El tiempo que los procesos judiciales duran o tardan en tramitarse es increíblemente excesivo. Por ejemplo, un proceso ejecutivo que, en principio es menos moroso que un juicio ordinario, puede tardar varios años en concluir. Bajo ese parámetro comparativo, el proceso ordinario o de conocimiento, que es el par judicial del arbitraje (si es que vale el término) puede llegar a durar aun más. Sin embargo, en sede arbitral, un conflicto comercial puede resolverse en menos tiempo: un año por ejemplo, será lo normal en un arbitraje doméstico, mientras lo normal en un proceso judicial ordinario son varios pares de años.

El arbitraje, desde la instalación del tribunal, cuenta con un plazo predeterminado -por las partes o el propio reglamento de procedimiento arbitral- que otorga seguridad a las partes sobre el tiempo de duración del arbitraje. Esta previsibilidad se encuentra bastante diluida en el proceso judicial en materia civil y mercantil. Salvo el proceso penal, en el que la Ley y la jurisprudencia se han encargado de recalcar el plazo máximo de duración de un proceso, el proceso civil no cuenta con una normativa en sentido similar. Lo que se traduce no solo en un mayor tiempo empleado en el proceso judicial con relación al arbitraje, sino también en la indeterminación del plazo de duración del proceso judicial en relación al arbitaje.

Además, el arbitraje está sujeto a un plazo preclusivo para dictar el laudo. Su incumplimiento desencadena responsabilidad para los árbitros, pero también la nulidad del laudo dictado fuera de término. Lo que invita a que, en la mayoría de los casos, las causas sean resueltas conforme los plazos indicados por las partes o las reglas procesales adoptadas. En el proceso judicial, si bien esta responsabilidad también existe, la sentencia es válida aún si se emite fuera de los plazos señalados en la Ley.

También, el proceso judicial está sujeto a un régimen de doble instancia y recursos (apelaciones, casación) que demoran y encarecen la decisión definitiva sobre el conflicto. A diferencia de este, el arbitraje se sustancia en una única instancia, que es definitiva para las partes, siendo generalmente la única vía de impugnación el recurso de anulación.

Por último, la duración del proceso judicial repercute en un mayor coste para el comerciante que necesita soluciones rápidas a sus conflictos. Muchas veces días o meses significan varios miles de dólares en pérdidas. Y, como ya dijimos, en aquellos casos en que los conflictos intentan resolverse en los juzgados pueden significar pérdidas aún mayores porque demoran años.

Coste de oportunidad.

Para las partes en conflicto el arbitraje supondrá, en la mayoría de los casos, un menor coste que acudir al proceso judicial.

Pareciera que, si comparamos el arbitraje y el proceso judicial, a secas, el último significa menos gasto para las partes porque estas no tendrán que pagar los honorarios del juez o cubrir los costos de las instalaciones donde se desarrollará el juicio, como tendrían que hacerlo respecto de los gastos administrativos y honorarios de los árbitros en un arbitraje institucional.

Sin embargo, si bien el coste del proceso judicial es asumido directamente por el Estado y sale del erario público, por lo que las partes no tendrán que pagarlos directamente, la publicidad del proceso y el tiempo de duración influyen negativamente en las partes, sobre todo cuando estas son comerciantes. Piénsese por ejemplo en una medida cautelar de congelamiento de cuentas que el demandado tendría que soportar a lo largo de todo el proceso.

Por ello, quien acude al arbitraje lo hace considerando también el coste de oportunidad. Y aquí el arbitraje avetaja a la jurisdicción al resolver la controversia, por ejemplo, en confidencialidad y en menos tiempo, máximizando los beneficios de las partes permitiéndoles utilizar su tiempo y dinero en su actividad comercial y no en litigios judiciales muchas veces interminables.

Informalidad.

El arbitraje se caracteriza por ser un procedimiento menos estático y riguroso que el jurisdiccional. En este, el principio de legalidad (art. 1.2 CPC) es garantía para el justiciable ya que aporta seguridad jurídica sobre las reglas de la contienda judicial. La aplicación escrupulosa de las normas procesales son una necesidad del sistema, dado el poder del juez para llamar a cualquiera (que tenga una conexión razonable con las pretensiones discutidas) aun contra su voluntad, lo que significa que, con o sin su real participación en el proceso la sentencia será efectiva contra ellos.

El arbitraje en cambio se sustenta en la voluntad de las partes. En la decisión que estas han tomado, antes o durante el conflicto, de resolver sus diferencias por caminos distintos del judicial. Esto se traduce en la posibilidad, autorizada por la ley, de acomodar el procedimiento a sus necesidades concretas.

Esta informalidad no se traduce en desorden o caos procesal. Significa solamente flexibilidad y adaptabilidad (art. 3.6 LCA) del procedimiento a las necesidades específicas de las partes y la finalidad del arbitraje. Esta informalidad permite al árbitro por ejemplo, siempre conforme a la voluntad de las partes y sin vulneración de las garantías procesales, obviar rigorismos innecesarios en aras de otorgar mayor dinamismo al arbitraje.

Elección del idioma.

Las actuaciones del proceso judicial generalmente se desarrollan en el idioma del país de la norma procesal. En el caso de Bolivia, por ejemplo, el proceso civil utiliza el idioma castellano (art. 68 CPC) o el preponderante en la región (cualquiera de los dialectos o lenguas originarias reconocidas en la CPE). Este será habitualmente el idioma que hable el juez. Lo que significa que si alguna de las partes habla un idioma diferente se le deberá nombrar traductor o intérprete y, en caso de prueba presentada en idioma distinto del utilizado en el proceso se deberá acompañar la respectiva traducción y, si la contraparte lo exige, esta deberá ser una traducción oficial, con los costos y tiempo que requiere. Todo esto puede obviarse en el arbitraje.

La posibilidad que las partes puedan elegir el idioma del arbitraje facilita enormemente el desarrollo del proceso arbitral y por ende de la solución del conflicto. Piénsese por ejemplo, en una controversia en donde toda la documentación de la relación comercial está en un idioma distinto del de la sede judicial. Si a ello sumamos que las partes en conflicto hablan el mismo idioma de tales documentos, el desarrollo del proceso judicial se vuelve engorroso. Este mismo supuesto, trasladado al arbitraje, se soluciona eligiendo el idioma del arbitraje, permitiendo que el árbitro, las partes y las pruebas hablen el mismo idioma, a pesar de estar en un país en que se hable uno distinto.

Ejecución del laudo.

El arbitraje resuelve el conflicto de modo definitivo e irrevocable. La decisión del árbitro (laudo) es título ejecutivo suficiente para exigir su cumplimiento forzoso ante los tribunales de justicia. Lo que significa que podemos resolver el conflicto en menos tiempo, sujetos a un procedimiento que se acomode a las necesidades de las partes, pero que, a la vez, en caso de incumplimiento de la decisión final el laudo será ejecutable de la misma manera que lo es una sentencia judicial.

No se trata tan solo que el laudo sea título ejecutivo, como lo podrá ser p.ej., cualquier título valor. El legislador concede al laudo el mismo carácter de sentencia. Esta atribución cuasi jurisdiccional del laudo, hace de él un título ejecutivo irrevisable ante la jurisdicción. Por lo que, una vez declarado el derecho (laudo) – salvo el recurso de nulidad- las únicas opciones posibles son su cumplimiento voluntario o el forzoso mediante el proceso de ejecución.

 

Lo “alterno” del arbitraje y la conciliación

El artículo 1 de la Ley de Conciliación y Arbitraje (LCA) parte del reconocimiento estatal del arbitraje y la conciliación como métodos alternativos de resolución de controversias (MARC) entre particulares. Esta es la premisa del art. 1 LCA, ya que el objeto de la Ley 708 es precisamente regular dichos mecanismos.

Para entender el art. 1 LCA es necesario partir del hecho que la justicia por mano propia está prohibida en el actual Estado Constitucional de Derecho (art. 1282 CC). Ante un eventual conflicto entre particulares el Estado asume el monopolio de la jurisdicción, es decir, de la potestad de administrar justicia. En otras palabras, solo el Estado, por medio de los jueces y tribunales, puede resolver un conflicto intersubjetivo declarando el Derecho en el caso concreto de modo irrevocable. El ejercicio de esta jurisdicción se realiza a través del proceso judicial (juicio).

Pero el monopolio de la jurisdicción no implica una prohibición para que los particulares puedan, respetando la Ley, resolver sus controversias de forma privada, e incluso antes de acudir a la jurisdicción.

No se trata de admitir la “justicia por mano propia”, que sería la realización arbitraria del Derecho, o la imposición del criterio de una parte sobre la otra. Se trata de reconocer la fuerza de la autonomía de la voluntad como elemento capaz de decidir sobre derechos que por su propia naturaleza son disponibles para las partes (los arts. 4 al 6 LCA contienen un catálogo de materias sobre las que no es posible conciliar).

Es así que el Estado reconoce que los particulares puedan -y así lo han hecho desde antiguo- llegar a un acuerdo sobre la mejor forma de solucionar sus discrepancias. Más recientemente, antes de la LCA siempre se aceptó la transacción como forma de dar por concluido un pleito entre particulares.

La actual Ley de Conciliación y Arbitraje, siguiendo el modelo de su predecesora (la Ley 1770), parte del reconocimiento expreso de formas alternas para solucionar los conflictos entre particulares (MARC). Es decir, los afectados pueden acudir a los jueces y tribunales en busca de tutela ante un derecho conculcado, pero también pueden, alternativamente, acudir a la conciliación o al arbitraje. Esta alternatividad se traduce en un poder de elección de las partes, respecto de la vía más idónea para la resolución del conflicto.

La posibilidad de elección entre proceso judicial y MARC permite que las partes solucionen sus conflictos privados en un ambiente de la misma naturaleza, ya que precisamente una de las ventajas de las MARC está en la confidencialidad de lo discutido y resuelto, que difiere de la publicidad del proceso judicial.

También es importante recalcar que la alternatividad del art. 1 LCA tiene un doble sentido: (1) respecto de la jurisdicción con relación a otras formas de solución de controversias y, (2) respecto de las distintas formas entre sí. Lo que significa que las partes podrán optar por dirigirse al juez o a las MARC (conciliación o arbitraje); pero también, de entre estos, se puede decidir acudir directamente a uno de ellos, obviando los demás, de suerte que, conforme la LCA, pueden darse los siguientes supuestos: (a) solo conciliación, (b) solo arbitraje, (c) arbitraje precedido de conciliación o, (d) proceso judicial, precedido de conciliación.

Entonces, la primera dimensión de esta alternatividad se encuentra entre la jurisdicción (en concreto el proceso judicial) y las MARC, y se sustenta en la facultad concedida por la LCA de, en los casos autorizados por la misma Ley, excluir a la decisión judicial como medio de solución del conflicto.

El segundo aspecto se refiere a las MARC entre sí. Lo que nos lleva a distinguir los dos mecanismos autorizados por la LCA: la conciliación y el arbitraje. Ambos son instrumentos alternativos a la jurisdicción, pero sustancialmente distintos entre sí, ya que el primero es un método autocompositivo en el que las mismas partes arriban a la solución. En contra, el arbitraje se asemeja al proceso judicial ya que ambos son métodos heterocompositivos en el que un tercero imparcial resuelve el conflicto imponiendo a las partes la solución al problema.

Conciliación y arbitraje son mecanismos autónomos y pueden utilizarse uno independiente del otro, pero también pueden combinarse de forma subsidiaria. Por eso indicábamos que podemos acudir directamente a la conciliación o al arbitraje, pero también pactar su uso escalonado acudiendo primero a la conciliación y luego -si el conflicto todavía no se ha solucionado- al arbitraje.

La conciliación también puede utilizarse como mecanismo previo al proceso judicial, lo que en el caso del proceso judicial boliviano requiere algunas puntualizaciones. Y es que, si bien las partes pueden optar por acudir directamente a la jurisdicción, el legislador instituyó la conciliación como mecanismo previo y obligatorio antes de iniciar un proceso judicial (arts. 65 Ley del Órgano Judicial y 292 del Código Procesal Civil). Es decir, aún en el supuesto que las partes hubiesen decido acudir al juez, el paso previo y obligatorio, es intentar una conciliación sobre las pretensiones discutidas. Esta recibe el nombre de conciliación previa o preprocesal, y se distingue de la extraprocesal en varios aspectos: (1) la conciliación previa es obligatoria (por lo menos el intento, y no propiamente llegar al acuerdo) y la extraprocesal no, (2) la conciliación previa se sustancia ante un conciliador predefinido por el órgano judicial; en la conciliación extraprocesal las partes pueden escoger libremente el conciliador y, en ausencia de acuerdo, lo designa la institución (pública o privada) administradora del Centro de Conciliación, (3) la conciliación previa es gratuita (por lo menos hasta el momento de la redacción de estas notas), la extraprocesal está sujeta a un arancel que determina la propia institución administradora de las MARC, (4) la conciliación previa requiere para su validez y ejecutabilidad la aprobación u homologación de la autoridad judicial, la extraprocesal es por sí misma válida con la firma de las partes y el conciliador.

En conclusión, la conciliación y el arbitraje son mecanismos alternativos al proceso judicial cuando se intenta resolver un conflicto de carácter privado y cuya materia es disponible para las partes.