Código Civil Bolivia

Subsección III - De la representación

Artículo 467°.- (Eficacia)

El contrato realizado por el representante en nombre del representado en los límites de las facultades conferidas por éste, produce directamente sus efectos sobre el representado.

Actualizado: 10 de abril de 2024

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Comentario

1. Premisas. Diferencias entre representación, poder y mandato. No sabemos si el legislador en el art. 467 CC hace referencia a una representación con poder, aunque quizá, con la utilización de la frase “en nombre del representado” sí se está haciendo referencia a la representación con poder.
Si queremos entender la eficacia del contrato suscrito por el representado, deberemos tener claro que representación y poder no son sinónimos. Para diferenciar poder y representación también deberemos, en primer lugar, distinguir la figura de la representación del contrato de mandato, porque si bien la ciencia actual distingue cuidadosamente el mandato de la representación; en cambio, en la doctrina antigua se identificaban totalmente estos conceptos, lo que aun hoy día provoca problemas de configuración.
La creencia casi generalizada durante mucho tiempo de que mandato y procuratio (poder) son sinónimos, ha supuesto que se piense que toda representación con poder es un mandato, el cual se encuentra regulado en los arts. 804 y ss. CC. Esta interpretación doctrinal descansa en el tratamiento unitario de dos relaciones diversas y que, sin embargo, pueden no coexistir la una junto a la otra: la relación entre poder de representación y mandato. Es esta una construcción moderna, que fue consagrada legislativamente en el Code Napoléon, el cual, en su art. 1984, dice que “le mandat ou procuration est un acte par lequel une personne donne à une autre le pouvoir de faire quelque chose pour le mandant et en son nom.” (El mandato o poder es un acto por el que una persona da a otra el poder de hacer alguna cosa para el mandante y en su nombre). Y digo moderna, porque si bien la ciencia actual distingue cuidadosamente el mandato del poder, perfectamente diferenciados en sus caracteres racionales, también lo hacía el más antiguo de los derechos.
En efecto, el Derecho romano no admitió la representación con poder (denominada representación directa), y que parece que es a la que hace referencia el precepto que comentamos, aunque ello no quiere decir que desconociera los problemas prácticos que del fenómeno de la representación se derivaban, de manera que planteó algunos casos excepcionales en los cuales sí se admitía la representación directa; así, la adquisición y transmisión de la posesión de los filii (hijos) y de los servii (siervos), de forma que estos podían realizar negocios jurídicos adquisitivos, con efectos directos para el pater familias (padre de familia), en cuyo caso los bienes y derechos adquiridos ingresaban inmediatamente en el patrimonio de este último; la adquisición de la bonorum possessio (posesión de los bienes) sucesoria; los actos realizados por el gerente o institor de un establecimiento mercantil; el naviero o exercitor; y el procurator omnium bonorum o intendente general de casas nobles.
Por tanto, de las fuentes se extrae la conclusión de que en el Derecho romano clásico, excepto los casos excepcionales antes aludidos en que existe la representación con poder, el mandato era una especie de encargo de gestión de negocios ajenos, totalmente desligado de la idea del poder. El mandato era utilizado para efectuar operaciones puramente materiales, por tanto, sin procuratio, pues esta requería la conclusión de negocios jurídicos.
Sin embargo, y a pesar de las puras líneas del Derecho romano, en el Derecho intermedio se fue admitiendo gradualmente la figura de la representación directa, lo que provocó una confusión en la que se amalgamaron las ideas de poder y mandato. Ello provocó que a fines del siglo XVIII se consagrara el principio según el cual el mandato es esencialmente un negocio representativo por el cual una persona actúa en nombre de otra, haciendo coincidir plenamente el poder y el mandato.
Por ello, es verosímil la clave de la confusión entre el mandato y la procuratio, y, por ende, entre representación y mandado, que tanto tiempo imperó en la doctrina y encontró eco en la legislación positiva, sobre todo, como ya hemos visto, en el Code Napoléon que regula el mandato y la representación voluntaria como conceptos idénticos.
De hecho, comentando el art. 1984 del Code, AUBRY y RAU dan la definición siguiente de mandato: el mandato es un contrato por el cual una de las partes da a la otra el poder, que esta acepta, de representarla, al efecto de hacer en su nombre y por su cuenta un acto jurídico, o una serie de actos de esta naturaleza. Lo cierto es que la definición del art. 1984, que se aplica más bien al apoderamiento, es decir al acto instrumental por el cual el poder es conferido, que al contrato mismo de mandato, no indica los caracteres propios y distintivos de este contrato. Es por no haber captado netamente estos caracteres, que la mayoría de los autores han confundido con el mandato convenios de una naturaleza totalmente diferente.
Aun así, no son estos términos sinónimos. La distinción mandato y representación directa se basa en la neta diferencia entre mandato y poder, conceptos totalmente distintos, relaciones diversas en su esencia, cuyo contenido y eficacia son también distintos. El mandato es un contrato por el cual una persona se encarga de atender a un negocio de otro, hace nacer obligaciones sobre el mandatario; pero no es necesario que dé base al poder de hacer alguna cosa en nombre del mandante.
Son muchas las diferencias que podemos apuntar. Desde el punto de vista de su naturaleza jurídica, es importante decir que mientras el mandato es un acto jurídico bilateral, el poder es un acto jurídico unilateral. El mandato nace de un contrato, por un acuerdo simultáneo o ex post facto (posterior al hecho) entre mandatario y mandante. El poder nace de una concesión de la ley (representación legal), de una decisión judicial o de una declaración unilateral de voluntad del dominus (representado).
Se diferencian también en cuanto al objeto, mientras que el mandato tiene por objeto un encargo concreto, el poder faculta a realizar una serie de actos, tantos como sea posible perfeccionar durante la vigencia del poder concedido. La representación directa es una figura que comprende toda clase de actos jurídicos, incluso los no negociales; y significa el actuar en nombre de otro, y para ello se otorga el poder.
En cuanto a sus efectos, el mandato origina en el mandatario la obligación de ejecutar su encargo y de indemnizar daños y perjuicios en el caso de incumplimiento; en el mandante, la de reembolsar gastos e indemnizar daños. En cambio, el efecto general del poder no es producir relaciones jurídicas entre representante y tercero, ni tampoco obligaciones en cabeza del representante, sino el efecto de que los actos realizados por este pertenezcan al dominus; crea directa e inmediatamente relaciones jurídicas entre el dominus (representado y el tercero. En el mandato, la declaración de voluntad del mandante va dirigida siempre al mandatario. El poder, en rigor, va dirigido a los terceros. Así es, los efectos jurídicos del poder se manifiestan directamente en las relaciones del representado con los terceros.
Esto lleva a la conclusión de que mandato y poder no siempre coinciden, que ambos son conceptos distintos, sin perjuicio de reconocer que muchas veces se complementan. De hecho pueden darse mandatos en nombre del mandante (con representación estricta o directa) y mandatos en nombre propio (representación indirecta), al igual que representación sin mandato y representación con mandato.
Por tanto, es evidente que el contrato por el cual se obliga una persona a prestar algún servicio o hacer alguna cosa, y el apoderamiento que confiere facultad al apoderado para que concluya actos o negocios jurídicos por su poderdante como si este mismo los hubiera celebrado, son dos figuras de tan esenciales diferencias entre sí, que ni siquiera se borran por entero cuando se funden ambas en la unidad del mandato.
Y, aun cuando es frecuente que los poderes vayan ligados a una relación interna, constituida de ordinario por un contrato de mandato, ni es esencial que coincidan, ni son idénticos los principios a que, respectivamente, han de sujetarse el poder y la relación jurídica obligatoria que dé base a su otorgamiento.
La jurisprudencia española ha advertido que “con general aceptación, el Derecho científico, distingue actualmente los conceptos jurídicos de mandato y representación, y hace observar que las diferencias esenciales entre ambos ni siquiera se borran por completo en el mandato representativo; porque el mandato afecta a la relación material de carácter interno entre mandante y mandatario y el apoderamiento, concepto formal, transciende a lo externo y tiene como efecto ligar al representado con los terceros, siempre que el representante actúe dentro del poder que se le haya conferido; y aunque de ordinario los poderes van ligados a una relación jurídica de mandato, no es esencial esta coincidencia ni son idénticos los principios y normas que han de ajustarse el poder y la relación jurídica obligatoria que origine el otorgamiento”.
No obstante las claras diferencias, entiendo que nuestro Código Civil adopta en esta materia una posición ambigua o indefinida. De hecho, encontramos preceptos en los cuales se ve la clara distinción entre estas figuras; el art. 467, que viene a regular y establecer el principio de representación; y los arts. 804 y ss. que definen el mandato apareciendo como simple contrato generador de obligaciones, y no como negocio atributivo de facultades jurídicas, o sea, del poder.
2. Representación directa y representación indirecta. Gran controversia despertó en el pasado -y aún subsiste- la llamada representación indirecta. No han faltado quienes han negado la existencia de la misma, partiendo de la creencia y afirmación de la necesidad de actuación en nombre de otro para que se produzca el fenómeno representativo, y descansando sobre la base de que la representación indirecta es una locución formada por dos términos entre ellos incompatibles.
De hecho, se ha llegado a afirmar que carecen de sentido los conceptos de obrar en nombre propio y en nombre ajeno, y que el concepto de poder de representación descansa en una tautología. Se ha afirmado que no existe una diferencia esencial entre la representación directa y la representación indirecta, puesto que una declaración de voluntad destinada a producir el efecto de que el representante tenga la posibilidad, mediante su actividad de negociación jurídica, de causar directamente efectos en el patrimonio del poderdante, no tiene sentido.
Sin embargo, y dejando aparte la cuestión terminológica, no cabe duda alguna que la representación indirecta se incardina en la teoría de la representación; y que las críticas dirigidas contra la dicotomía representación directa – indirecta no tienen razón de ser. Aun así, ello no quiere decir que no haya distinción entre ambas.
Así entendido, si ordenamos el esquema representativo, en la gestión representativa encontramos dos tipos de representación: la directa y la indirecta.
La representación directa se da cuando una persona actúa en nombre y por cuenta de otra, produciendo una relación directa e inmediata entre representado y tercero, a sabiendas este último que con quien está verdaderamente llevando a cabo el negocio no es con el representante, sino con aquél que le confirió el poder, el representado. En este supuesto, el representante actúa en nombre del representando siempre mediante la llamada contemplatio domini (actuación en nombre ajeno), pudiendo expresarse de manera explícita, cuando el representante dice actuar en nombre de otro; y de manera tácita, cuando de las circunstancias del caso y de la propia actuación del representante, se deduce que el negocio se realiza para el representado, derivando de hechos concluyentes.
Sin embargo, nos hallamos ante una representación indirecta cuando una persona actúa por cuenta de otra, pero en nombre propio, de modo que el tercero contrata con el representante sin tener constancia que está actuando por cuenta de otro. En este supuesto, independientemente de que puedan darse efectos directos en la esfera jurídica del representado, la eficacia general del negocio realizado es indirecta, de modo que se hacen efectivos en el patrimonio del representado de una forma indirecta, pasando primero por la esfera jurídica del representante.
Y si bien se ha llegado a pensar que el actuar por cuenta propia descarta el esquema propio de la representación, confundiendo a menudo la teoría de la representación con la eficacia directa o indirecta del actuar en nombre propio, hay que aclarar que tanto los efectos directos como indirectos que puedan producirse en una relación representativa pertenecen a la teoría de la representación.
La diferencia estriba en la concepción que se tenga de eficacia directa y eficacia indirecta: la eficacia directa se produce cuando la declaración de voluntad que emite el representante es considerada como declaración emitida por el representado, de modo que los actos realizados por el representante son considerados como del representado, estableciéndose una relación directa entre representante y tercero; en la eficacia indirecta, sin embargo, se establece entre representante y representado una relación jurídica interna, e incluso desconocida, y otra relación jurídica entre representado y tercero.
Lo que parece claro es que el art. 467 está haciendo referencia a la representación directa, pero no queda claro si estamos antes una representación con poder o podríamos tener también en cuenta una representación sin poder.
3. Clases de representación. Podemos encontrar dos tipos de representación: la representación legal y la representación voluntaria. Algunos autores, hablan además de la representación judicial, pero esta es una subdivisión o derivación de la legal.
Quizá el artículo que más claramente indique que debemos tener en cuenta dos tipos de representación es el art. 1387 del Codice Civile, que establece que “il potere di rappesentanza è conferito dalla legge ovvero dall’interessato” (el poder de representación es conferido por la ley o por el interesado).
Estamos ante la representación legal cuando por virtud de una norma legal, alguien puede actuar en nombre y por cuenta de otro, con efectos válidos para afectar al patrimonio del representado. En este caso es la ley la que legitima y ordena a una persona a que represente a otra, independientemente de la voluntad del representado y del representante.
La representación voluntaria, tiene su origen en la voluntad del interesado (representado), que autoriza la actuación representativa de otra persona (representante), mediante un poder (escrito o verbal), de forma que el representado es el que queda vinculado frente a terceros.
La representación legal está tipificada y hay un numerus clausus (lista cerrada) de supuestos. Se presenta en los casos siguientes: a) representación de los incapacitados (menores e interdictos); b) representación de los intereses sujetos a concursos o quiebra; c) representación de los bienes, derechos y obligaciones en una sucesión, y d) representación en el caso de ausencia. Es voluntaria cuando una persona puede actuar en nombre y por cuenta de otra (individual o colectiva), por un mandato expreso o tácito que ha recibido de esta: principalmente el mandatario y el o los representantes de las personas colectivas que puede ser una persona individual o un cuerpo colegiado, como los consejos de administración o las asambleas de socios.
La representación legal supone, como ha sido puesto de manifiesto en la doctrina española e italiana, una sustitución completa por parte del representante respecto de la persona del representado, y esta es una de las diferencias que tiene con la representación voluntaria.
Otro rasgo característico de la representación legal es la “necesidad”. Así es, como ya ha sido aceptado, tanto por la jurisprudencia como por la doctrina, la representación legal se da cuando estamos ante la llamada representación necesaria. En este caso, la falta de capacidad de uno de los sujetos (el representado) obliga a que otro sujeto (el representante legal) deba intervenir por él en el tráfico jurídico. Sin embargo, no falta quien ha definido la representación necesaria como otro tipo de representación, para algunos más cercana incluso a la representación voluntaria que a la legal.
Como advirtió SAGGESE, otro de los rasgos diferenciales entre representación legal y representación voluntaria es que mientras esta es sometible a todos los límites que desee el representado, dándole un carácter parcial; la representación legal, salvo excepciones, casi siempre tiene carácter general, y no puede ser constreñida por la voluntad del representado, la cual no es tenida en cuenta para nada, porque su extensión viene determinada por la propia ley.
Por otra parte, como ha dejado claro la doctrina española e italiana, a diferencia de la representación voluntaria, la representación legal es esencialmente irrevocable, por la misma razón que la voluntad del representado no es tenida en cuenta a la hora de desplegar su eficacia o establecer sus límites, pues se trata de un instrumento que tiene como finalidad la protección del incapacitado o de terceras personas.
Otra característica que diferencia las dos clases de representación es la ratificación por parte del representado de lo ejecutado. En la representación legal no cabe la ratificación más allá de los límites establecidos en la ley para el tipo de representación legal de que se trate. La razón de que no quepa la ratificación en la representación legal es que esta implica una falta de capacidad de obrar por parte de la persona representada, por tanto, no tiene sentido la ratificación, puesto que si debe ser representada por su falta de capacidad no puede tener capacidad para ratificar.
Como claramente indica el art. 468 comentado, en la representación voluntaria el representado debe ser legalmente capaz para obligarse, y no estarle prohibido el contrato en que se le representa. Este es, quizá, uno de los rasgos más distintivo entre representación legal y voluntaria. Como ya hemos indicado, la representación legal se caracteriza por ser “necesaria” para la realización de determinados actos, y la falta de capacidad del representando, por lo que aplica la representación legal para suplir esa falta de capacidad.
Sin embargo, en la representación voluntaria, que tiene su fundamento en la autonomía privada como aptitud del sujeto para gobernarse a sí mismo y disponer de su propia esfera jurídica, el representado puede elegir regular su propios intereses a través de negocios jurídicos, los que puede decidir realizar directamente o bien a través de la figura de la representación, de modo que sea un tercero el que lleve a cabo dichos negocios jurídicos, y le repercuta, directa o indirectamente, en su propia esfera patrimonial.
Para poder otorgar una representación (voluntaria), sobre todo cuando estamos ante una representación directa donde los efectos se producen directamente en la esfera jurídica del dominus negotii (representado), la doctrina mayoritaria coincide en que es necesario que este tenga la capacidad legal suficiente para otorgar el apoderamiento.
No obstante, cuando se trata de dar una respuesta unánime a si el representante debe tener la capacidad legal suficiente para obligarse, la doctrina no se muestra tan segura. La doctrina francesa tiende a entender, salvo excepciones y debido a la confusión entre poder y mandato, que no es necesario que el representante tenga la capacidad específica para realizar el negocio para el que se le ha otorgado el poder, dado que los efectos jurídicos no entran en su esfera.
En la doctrina española e italiana encontramos opiniones muy distintas, y dependerá de si estamos ante un mandato o una representación sin mandato, pero podríamos decir que la doctrina española mayoritaria, en atención al art. 1716 CC español que establece que el menor emancipado puede ser mandatario, se ha llegado a la conclusión de que cuando nos encontramos ante un mandato representativo, puede ser representante cualquier persona, tenga o no capacidad de obrar plena.
De la anterior distinción, deriva que la utilidad de la representación está en que es una institución jurídica necesaria, cuando es legal, y en que es una institución jurídica práctica, cuando es voluntaria.
4. Efectos de la representación. Como ya he indicado, el efecto general del poder en la representación es que los actos realizados por el representante pertenezcan al representado, de forma que las relaciones jurídicas que se crean son directas entre el representado y el tercero.
Esto es, en la representación con poder los efectos del negocio jurídico realizado por una persona (representante) en nombre de otra (representado), se atribuyan directamente a esta última, como si ella misma lo hubiese realizado. El representante obra en sustitución del representado, pero no se limita a ser simplemente un sustituto, sino que traslada los efectos jurídicos del negocio jurídico celebrado al representado, de forma que se puede decir que “la representación despliega su eficacia en las relaciones del representado con los terceros”. Se trata de un proceso en el que los destinatarios de la declaración del representante son los terceros a los que va dirigida y no el representado, el que, incluso a veces, puede ignorar la existencia del poder.
En los efectos jurídicos es donde también encontramos una diferencia entre la representación y la sustitución contenida en el mandato, dado que el mandato puede tener lugar, no solo respecto de negocios jurídicos, sino también respecto de actos no jurídicos, con tal de que en ellos quepa la sustitución. De modo que la sustitución se distingue a efectos jurídicos de la representación en sentido técnico en que la sustitución no tiene trascendencia jurídica frente a terceros, sino solamente entre las partes (mandante y mandatario). Es decir, para que exista mandato es necesario que mandatario y mandante lleguen a un acuerdo para sustituirse, pero no necesitan a terceras personas implicadas. En este caso, respecto de los terceros, en cambio, no se producen consecuencias jurídicas de ninguna especie.
En conclusión, cuando nos encontramos antes una representación con poder, el acto se realiza en nombre de otro y cuando, una vez declarada la voluntad del representante, junto con la manifestación expresa o tácita de que actúa en nombre de otro, esta declaración de voluntad del representante, supuesto que no se haya excedido de los límites del poder de representación, no produce para él ningún efecto y para aquél por quien actúa, produce el mismo efecto que si este hubiese actuado por sí mismo.
5. Los límites del apoderamiento. Como ya se ha indicado, para que los actos y negocios ejecutados por el representante vinculen a la esfera jurídica del representado es necesario que aquél actúe dentro de los límites del apoderamiento otorgado.
Como ha afirmado la doctrina española. La idea de “límite” de poder de representación es utilizada para “designar el punto o línea de separación entre las facultades que le son concedidas al apoderado, y por consiguiente lo que le es permitido y lícito realizar con efectos para el dominus (representado y aquellas otras facultades que el apoderado no posee y que por consiguiente entrañan actos cuya realización no va a ser acompañada de una eficacia directamente e inmediata para el principal”.
Puede suceder que estemos ante límites al poder que operan como una declaración de contenido negativo, cuando expresamente se consignan los actos que el apoderado no podrá realizar. O bien, que no haya una declaración negativa, es decir, que no haya una expresa justificación del supuesto de hecho que no puede realizar, en cuyo caso, el poder en sí es el que actúa como límite, el que define qué puede hacer el representante, de modo que, si hace algo fuera de lo establecido en el poder, estaremos ante una extralimitación del mismo.
La extralimitación de la representación se produce cuando el apoderado traspasa los límites del poder, es decir, fuera de los límites del poder. En estos casos, la actuación del representante, excedida en los límites del poder no obliga al representado. La mayoría de la doctrina española e italiana entiende que cuando se traspasan los límites del poder, la situación que se produce es similar a la falta completa de poder.
Otro supuesto es el abuso de poder de representación, que presupone la existencia de un poder y la actuación del apoderado dentro de los límites del poder, pero lo emplea para una finalidad diferente de la perseguida por el representado, y en función de unos intereses distintos de los suyos.
La doctrina mayoritaria distingue entre los límites del poder y las posibles instrucciones que pueda dar el poderdante para realizar un determinado negocio u acto. Se entiende que la infracción de los límites del apoderamiento, que impone el poderdante, impide que el principal quede obligado por lo realizado por el representante, a la vez que obliga personalmente al apoderado representante. Sin embargo, cuando se trata de las meras instrucciones que haya podido dar el representado poderdante, se entiende que en este caso el representante deberá responder ante el representado por los daños y perjuicios que le haya podido causar a este, pero no invalida lo realizado, es decir, el incumplimiento de las instrucciones no supone que los efectos jurídicos de lo ejecutado no entren en la esfera del representado, aunque este pueda solicitar una indemnización si cabe el caso.
Por otra parte, aunque el art. 467 CC no hace referencia a una posible ratificación del representado de lo realizado por el representante extralimitándose en el poder otorgado, parece lógico que, si el representado poderdante ratifica lo realizado con exceso por el apoderado representante, lo ejecutado será eficaz y producirá todos los efectos en el patrimonio del representado, a lo que hace referencia el art. 821 CC cuando se refiere al mandato.
Otra causa, admitida por la jurisprudencia española, por la cual podría entenderse eficaz lo efectuado extralimitándose en el poder, sería el supuesto de que el representado, sabiendo que el representante ha actuado excediéndose de los límites del poder, no hace nada al respecto, sino que lo acepta, incluso frente a terceros. En este sentido, la doctrina española e italiana ha entendido que se trataría de una especie de ampliación tácita de los límites del poder.
Y, como última causa posible y aceptada por la doctrina, para que los efectos de lo ejecutado terminen en la esfera del representado, aunque el representante se haya excedido en el uso del poder, es el supuesto de que ese comportamiento haya supuesto beneficios para el representado, es decir, que el negocio realizado haya resultado más ventajoso para el poderdante. En España se basa en el art. 1715 CC, que establece que “no se consideran traspasados los límites del mandato si fuese cumplido de una manera más ventajosa para el mandante que la señalada por éste”.
6. Responsabilidad del representante frente a terceros por extralimitación. El art. 469 CC establece que el representado que se extralimite y no justifique este abuso, responde ante terceros por los actos que excedan de lo establecido en el poder. Ya hemos indicado anteriormente cuáles podrían ser las posibles causas que justificasen, o mejor dicho, admitiesen, el abuso de poder, por lo que no vamos a reiterarnos aquí.
Lo mismo indica el art. 816 CC respecto del mandato, cuando hace referencia a que “el mandatario que ha excedido los límites de su mandato, es responsable ante los terceros con quienes contrató, sino les dio conocimiento bastante de sus poderes o si contrajo obligaciones personalmente”
Si hay algo que debemos tener en cuenta es que, una vez otorgado el poder con las facultades conferidas al apoderado, el control del uso del poder y de los negocios jurídicos que pueda llevar a cabo el apoderado con dicho poder queda fuera del alcance del poderdante.
El apoderado solo podrá realizar los actos para los que se le haya facultado en el poder. Por ejemplo, en el caso de disposición de bienes, la jurisprudencia española considera que para que la disposición de un bien sea válida, es preciso que en el poder conferido conste inequívocamente la atribución de facultades para transigir, enajenar, hipotecar o ejecutar cualquier otro acto de riguroso dominio. Por lo tanto, si nos encontramos ante un poder de representación que no especifica expresamente estas facultades, el apoderado solo podrá realizar actos de administración y no de disposición. Sin embargo, cuando nos referimos a la facultad de ejecutar actos de enajenación en un poder, la jurisprudencia no es unánime al respecto, dado que hay sentencias que entienden que no es preciso que en el poder se especifiquen los bienes concretos a los que se refiere tal facultad, y otras que afirman que sí es necesario.
En los casos en los que el tercero hubiera conocido o hubiera debido conocer, atendiendo a las circunstancias concretas, el carácter abusivo del ejercicio del poder por el representante, el tercero estaría actuando de mala fe. En este caso, la jurisprudencia española entiende que se trataría de un supuesto de mala fe del tercero cuando este es el beneficiario directo del acto abusivo o actúa como cómplice del mismo y es consciente de que el acto es perjudicial o no reporta ninguna ventaja al mandante. La consecuencia sería que el negocio jurídico celebrado con el tercero sería ineficaz y el poderdante podría impugnar su validez.
Si el representante apoderado se extralimita, y no hay causa que justifique la eficacia del negocio realizado para que dichos efectos entren en la esfera del representado, los actos serán válidos y surtirán todos sus efectos respecto a los terceros que hayan contratado con el representante de buena fe, pero será este el que responda frente a dichos terceros y no el representado.
Isabel Josefa Rabanete Martínez