Código Civil Bolivia

Capítulo VII - De la simulación

Artículo 543°.- (Efectos de la simulación entre las partes)

  • En la simulación absoluta el contrato simulado no produce ningún efecto entre las partes.
  • En la relativa, el verdadero contrato, oculto bajo otro aparente, es eficaz entre los contratantes si reúne los requisitos de sustancia y forma, no infringe la ley ni intenta perjudicar a terceros.

Actualizado: 12 de abril de 2024

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Comentario

1. Concepto de simulación. Muchos han sido los conceptos que se han dado de simulación, y no pocas las teorías que acerca de este fenómeno se han construido. Sin embargo, la simulación es una figura jurídica mucho más compleja, que no es posible resolver a partir de líneas divisorias de teorías opuestas. De ahí la necesidad de hallar un criterio que nos permita discernir, en presencia de una regulación jurídica concreta, si un acto es o no simulado, para, en caso afirmativo, someterlo a las normas que le son aplicables.
El intento de solucionar los problemas derivados de la simulación, fomentados por la ausencia de regulación positiva en la mayoría de los ordenamientos jurídicos, ha originado una de las más enconadas controversias del derecho privado, dando lugar a dos teorías opuestas: la teoría voluntarista y la llamada teoría declaracionista.
La primera de ellas entiende la simulación como la divergencia existente entre la declaración y la voluntad, afirmando que entre ellas se da una clara contradicción, puesto que la declaración de una voluntad no verdadera, que se hace para que nazca la apariencia de un negocio jurídico, queda en la nada jurídica, implicando la nulidad del negocio simulado. Se parte de la idea de que el elemento del negocio es la unidad formada por la declaración (cuerpo) y la voluntad declarada (alma), y cuando ambos discrepan falta un elemento esencial en el negocio que hace que este se destruya.
Sin embargo, la teoría declaracionista defiende la nulidad del contrato simulado por existir una contradicción entre la declaración externa y la interna, de modo que la externa hace referencia al negocio aparente o simulado, y la interna al acuerdo verdadero que hayan hecho las partes.
Otros defienden sistemas intermedios que tratan de conciliar las tendencias opuestas, aunque incluso ellos tengan como base la defensa de las teorías antedichas. Así surgió la llamada teoría de la “culpa in contraendo”, que, partiendo de la voluntarista y tratando de mejorarla atenuando los efectos injustos que aquélla provocaba, buscaba sanciones contra la conducta negligente de los que emiten declaraciones jurídicas contradictorias a la verdadera voluntad; de modo que si un contratante daba lugar, por su culpa, a la conclusión de un contrato nulo, era responsable frente al otro del interés contractual negativo. Con esta teoría permanecía intacto el principio del desacuerdo entre voluntad y declaración y la nulidad del contrato en su caso, pero se establecía una excepción en el supuesto de que la causa del desacuerdo fuese imputable al autor de la declaración y la otra parte actuase de buena fe.
La tesis de la responsabilidad fue matizada por algún autor, imaginando la existencia de una garantía tácita del declarante para las consecuencias perjudiciales de su declaración, afirmándose que si la divergencia entre la voluntad y la declaración es consecuencia del dolo o la culpa lata del declarante, este responderá de lo declarado como si verdaderamente lo hubiese querido, puesto que asume la garantía de sus consecuencias jurídicas. Pero en realidad, ambas teorías, de la responsabilidad y del compromiso tácito de garantía, partían de la defensa de la voluntarista, llegando a la conclusión de que la declaración sin la voluntad es un nihil. Sin embargo, no tuvieron gratos admiradores, sino que se tacharon de soluciones insatisfactorias y artificiosas que no llegaban a ningún sitio, afirmando que la voluntad es un simple momento psicológico, un quid metafísico que en el mundo de los hechos no tiene cabida.
Junto a ella, y teniendo como base la declaracionista, la “teoría de la confianza”, que entendía que el contratante debe responder de los daños que causa con su falsa declaración cuando traiciona la confianza de la otra parte. Esta teoría intenta salvaguardar los intereses de los destinatarios de la declaración, y parte de la idea de que la declaración vincula al declarante cuando el que la recibe no tiene motivos para entender que es distinta a la intención. El elemento decisivo para elegir entre la voluntad real y la aparente es, según esta tesis, la buena fe del tercero.
Teoría más afortunada es la que propone un sector doctrinal que, negando las teorías anteriores, viene afirmando que el problema simulatorio no se reduce a una divergencia entre voluntad y declaración, ni entre unas declaraciones contrarias, sino en la falsedad de la causa que ha dado lugar al contrato simulado; de modo que la discrepancia entre la causa típica del negocio y el intento práctico perseguido en concreto, configura una verdadera incompatibilidad que da lugar al fenómeno de la simulación. Según esta tendencia, la naturaleza específica de la simulación se encuentra, no en una declaración vacía de voluntad, sino en una declaración en desacuerdo con el resultado propuesto, o, lo que es lo mismo, en una declaración con causa falsa.
No cabe discutir aquí la enorme complejidad de la materia por ser tarea que excede del cometido actual, y me limitaré a precisar que los absolutismos doctrinales son inaceptables, aunque se haya intentado, incluso, abrir paso a una teoría conciliadora de los dogmas de la voluntad y la declaración. La “voluntarista” por ser esencialmente individualista, descansa en una consideración unilateral de la personalidad del agente, cuya voluntad se quiere que actúe y sea decisiva para las consideraciones jurídicas del acto, sin tenerse en cuenta la protección de los intereses sociales; de modo que todos aquéllos que entablen relaciones contractuales no podrán tener nunca confianza en la relación establecida, en cuanto ella se mostrará siempre en estado de suspensión e incertidumbre, expuesta a la continua amenaza de que, en cualquier momento, sea derribada y declarada nula por una divergencia, que no pudo examinarse ni preverse, entre la manifestación y la intención del declarante. La declaracionista por defender a los que reciben la declaración y dejar indefensos a los declarantes; por detenerse ante simples palabras, signos exteriores, haciendo eco sólo del contenido verbal, onda sonora elevada a potencia jurídica.
Además, debemos tener presente que los conflictos que puedan surgir entre voluntad y declaración no pueden resolverse con una única teoría o regla general, sino que será necesario valorar toda una serie de consideraciones razonables. Hoy día se hace difícil tomar en consideración el llamado “dogma de la voluntad”, en cuanto que al Derecho lo que le interesa son las conductas externas, susceptibles de ser enjuiciadas; pero también hay que tener presente que la buena fe de los destinatarios de la declaración deberá ser tenida en cuenta, puesto que estos tendrán que ser protegidos si razonablemente han creído en la regularidad y validez de la misma.
Y, sobre todo, no debemos olvidarnos del elemento esencial de todo contrato para su validez, su causa; que, desde luego, debe ser verdadera y lícita. Si las partes han querido o no un determinado contrato es un hecho, pero que se plasma sobre la causa. Es acertado, por tanto, tratar la simulación dentro de la doctrina de la causa, como anomalía negocial que es; pero no podemos pretender reducir todos sus supuestos a un puro defecto de causa, pues quedarían huérfanos aquellos casos en los que la interposición ficticia de persona -elemento subjetivo- sea la causa que ha producido el fenómeno simulatorio.
De todas formas, si hay algo que no me cabe la menor duda, es que el dogma principal que debe someterse a crítica, y que no puede admitirse como teoría única válida para declarar la simulación de un acto, es el obsoleto dogma de la voluntad. Que cualquier intento de construir un sistema cerrado que dé respuesta a todas las preguntas e intente dar soluciones a todos los supuestos, acaba conduciendo a un laberinto, cuyo resultado es la imposibilidad práctica de encontrar la misma salida a distintas hipótesis.
Lo que ahora interesa es establecer un concepto tal de simulación que se aleje de teorías extremas y unilaterales, partiendo de la base de que el fenómeno simulatorio se funda en la necesaria intención de crear una apariencia jurídica, distinta de aquélla que realmente es querida por las partes. Se puede decir que hay simulación cuando los contratantes crean, con la propia declaración, la apariencia exterior de un contrato, el contrato simulado, del cual no quieren los efectos, o bien creando la apariencia exterior de un contrato distinto de aquél por ellos querido, que es, por ello, un contrato disimulado.
En el campo de la simulación contractual encontramos tres tipos posibles; la simulación absoluta, la simulación relativa, que a su vez puede ser total o parcial, y la simulación por interposición ficticia de persona, aunque esta última en realidad es una especie de la relativa, llamada también simulación relativa subjetiva.
2. La simulación absoluta. Diferencia con figuras afines. La simulación absoluta es la forma más simple de simulación y supone la creación de una apariencia contractual, es decir, cuando las partes celebran un contrato, y en un acuerdo distinto declaran no querer efecto alguno de aquel contrato. La intención es engañar a los terceros, crear una apariencia de transmisión de un derecho o de asunción de una obligación.
El contrato simulado es el medio más frecuente al que acuden los deudores para hacerse insolventes en apariencia y escapar al cumplimiento de sus obligaciones. De hecho, aunque también pueda estar dirigido a otros fines, el fin fundamental y principal que se proponen las partes al llevar a cabo un acto simulado es el de producir una disminución ficticia del patrimonio o un aumento aparente del pasivo para, de este modo, frustrar la garantía de los acreedores e impedir su satisfacción. Por otra parte, la lucha de los acreedores consiste en romper el velo con el que han tapado los deudores su fraude para mantener íntegra su garantía sobre el patrimonio del obligado, que sólo fingidamente se disminuyó o gravó.
Por ello, normalmente, aunque no siempre, la simulación absoluta tiene carácter fraudulento y tiende a causar un perjuicio a terceras personas, en cuanto que la apariencia creada se utiliza de ordinario para frustrar la satisfacción de legítimas expectativas. De hecho, gran parte de la doctrina ha sostenido que los actos simulados de forma absoluta son siempre fraudulentos. Sin embargo, dicha opinión no debe ser seguida sin objeciones, en cuanto que, a pesar de que normalmente esta simulación es ilícita, siempre ha sido permitido a las partes, para cumplir sus fines económicos, escoger los medios lícitos que creyeren más convenientes. De conformidad al principio de libertad de pactos, a todo individuo le está permitido hacer indirectamente lo que puede efectuar directamente.
Además, fraude y simulación no son, ni mucho menos, instituciones sinónimas, sino al contrario. De facto, en el negocio fraudulento no existe un contraste entre la apariencia de una situación negocial y su realidad, característico de la simulación; porque mientras que la simulación se sustancia en poner una situación negocial meramente aparente (simulación absoluta) o diversa de la realidad (simulación relativa); en el fraudem legis, el negocio realizado es realmente querido por las partes, aunque con él se persiga verificar un fraude. Así es, diferencia fundamental es, ante todo, que la simulación supone un acto ficticio mientras que el fraude es un acto real. Por eso el contrato simulado no es en sí un negocio fraudulento, aunque pueda servir de medio o instrumento, como cualquier otro contrato verdadero, para defraudar.
La simulación puede plantear asimismo problemas con la reserva mental. No deben confundirse ambas figuras, en cuanto que la reserva mental es un hecho interior, de una sola de las partes contratantes, mientras que la simulación es un acuerdo bilateral. Cuando la reserva mental es conocida, deja de ser tal, y sus semejanzas con la simulación aumentan, porque en este caso ambas partes conocen la verdadera voluntad, saben que la declaración no es querida. Sin embargo, tampoco en este caso deben ser confundidas, ya que el conocimiento de la otra parte nunca puede integrar un elemento esencial de la simulación, cual es el acuerdo simulatorio, que será el que reflejará que las partes han procedido de común acuerdo para crear la apariencia engañosa. La diferencia fundamental es que en la reserva mental no se exterioriza nada, de forma que se desenvuelve en el refugio secreto de la mente de uno de los contratantes, mientras que en la simulación se lleva a cabo una manifestación externa acordada por ambas partes; por lo que el dato distintivo lo encontramos en el acuerdo simulatorio, que falta en la reserva mental, pero es esencial en la simulación.
3. La simulación relativa. Clases. En la simulación relativa se crea la apariencia de un contrato distinto del realmente querido por las partes. Con el contrato estipulado se crea una telaraña que solo sirve para engañar a los terceros, en cuanto detrás de esa farsa se esconde la verdad de lo que las partes han querido realizar. En este caso hay dos contratos; un contrato simulado, que es el que se hace ver frente a terceros, el que crea la apariencia; y un contrato disimulado, que es el verdadero contrato, el querido efectivamente por las partes. La simulación relativa puede recaer sobre el propio contrato, o bien sobre el objeto, sujetos o contenido del mismo. En el caso de que recayese sobre los sujetos del contrato estaríamos ante un supuesto de simulación por interposición ficticia de persona, en cuanto lo que se quiere enmascarar es la identidad de uno de los sujetos contratantes.
La simulación relativa objetiva, a su vez puede ser total o parcial: la relativa total supone que nos encontramos ante dos contratos, el simulado y el disimulado, completamente distintos; el simulado es el destinado a engañar y crear la apariencia y el disimulado es el realmente querido por las partes. Se suele poner como ejemplo típico la simulación de un contrato de compraventa cuando en realidad lo que se quiere es un contrato de donación.
La simulación relativa parcial implica la simulación de alguna o algunas cláusulas contractuales, de modo que el contrato disimulado, si bien es de igual naturaleza, tendrá un contenido distinto del simulado. Así, por ejemplo, se puede realizar un contrato de compraventa por un precio inferior o superior al realmente acordado. Esta forma de simulación puede plantear numerosos problemas, por las similitudes que presenta con otros actos que pueden llevar a confusión; el contrato erróneamente denominado y el contrato redactado oscuramente. El primer supuesto se da cuando las partes, por ignorancia o por error, atribuyen al contrato un nomen iuris que no corresponde a su naturaleza, dándole una denominación falsa. Sin embargo, como es bien sabido, la imprecisión del lenguaje jurídico deja intacto el contenido del contrato, pues las relaciones jurídicas son lo que son y no lo que las partes dicen que son. Pero en este caso, no nos encontramos ante un supuesto de simulación, dado que la apariencia del contrato ha sido involuntaria sin ningún fin determinado; mientras que en la simulación se ha llevado a cabo un acuerdo simulatorio para crear una apariencia y cuyo fin primordial es el engaño, siendo la regla fundamental la clandestinidad del acto. Además, en la denominación errónea del contrato se puede, atendiendo al contenido del mismo, descubrir la intención de las partes, rectificando la denominación impropia; mientras que en el contrato simulado relativamente, al ser hecho con intención de engañar, no será posible, ni siquiera con una vasta interpretación, saber cuál ha sido la voluntad real de las partes, y, a veces, ni siquiera sospechar que se trata de una simulación.
Asimismo, son extraños a la doctrina de la simulación aquellos contratos que tienen un contenido oscuro o confuso en los que la dificultad fundamental es la de conocer la verdadera intención de las partes (por las contradicciones que pueden darse en el contenido del contrato), ya que en los actos simulados relativamente no existe confusión alguna, sino una alteración de la verdad
En cuanto a la simulación relativa subjetiva o interposición ficticia, debemos indicar que es una particular especie de simulación relativa referida a la identidad de uno de los sujetos contratantes es hoy premisa consolidada, tanto en doctrina como en jurisprudencia, aunque hallemos algunas voces discordantes, con la tendencia generalizada a reconducir la interposición ficticia a la representación indirecta. En la interposición ficticia, al igual que en la simulación relativa objetiva, se forman dos relaciones jurídicas; un contrato simulado y uno disimulado. En este caso, en el contrato simulado aparece como contratante un sujeto (interpuesto o testaferro), que no es el contratante real (interponente). Esto es, nos hallamos ante una doble relación; una entre interponente y tercero, y otra entre interpuesto y tercero.
La persona interpuesta figura en el acto jurídico por simple apariencia, con el fin de ocultar la identidad del verdadero contratante. El sujeto que, aparentemente, asume la obligación o adquiere el derecho, es un sujeto decorativo, una simple pantalla, utilizado para sustituir al sujeto efectivo. Como mucho, se podrá decir que el interpuesto presta una simple cooperación material, que puede consistir, por ejemplo, en la comparecencia efectiva (personalmente) como parte contractual, para hacer más real la ficción. Pero también es posible, que el testaferro ni siquiera comparezca personalmente en el acto o firma del contrato, pues su función es la de simple prestatario nominal.
Así pues, la persona interpuesta ficticiamente es extraña a la relación jurídica, y, descubierta la simulación, se diluye completamente. Y ello porque el contrato realmente no se ha celebrado con el interpuesto, sino con otra persona, que aparecerá investida de los derechos u obligaciones contraídas. Por consiguiente, el interpuesto no adquiere absolutamente nada, sirviendo únicamente de puente, a fin de que los derechos pasen directamente del transmitente al adquirente efectivo; lo que lo diferencia del interpuesto real, el cual sí adquiere efectivamente los derechos o contrae las obligaciones, según los casos.
4. El contradocumento o contradeclaración. Desde luego lo que no debe olvidarse es que requisito indispensable en la simulación, y sobre todo en la relativa, es la existencia del acuerdo simulatorio, y por lo tanto, su prueba, en principio debería ser fundamental y obligatoria. Sin embargo, como ya hemos visto cuando se refiere a terceros los medios de prueba son mucho más flexibles, pero cambia cuando nos referimos a la prueba entre simulantes, donde la exigencia de la prueba de la contradeclaración es obvia.
Como hemos dicho, con la simulación se quiere crear una apariencia para un fin determinado, y para ello se requiere un acuerdo simulatorio que desenmascare el contrato simulado. De la naturaleza del acuerdo simulatorio, llamado también contradeclaración o contradocumento, se ha discutido mucho, construyéndose para ello numerosas teorías.
La opinión dominante, y a mi juicio la más razonable, ha sido aquélla que se refiere al acuerdo como verdadero contrato, de modo que tanto el acuerdo simulatorio como el contrato simulado deberán reunir los requisitos exigidos para la formación y validez de los contratos. Pero la configuración del acuerdo como contrato ha sido formulada en términos más complejos, que han supuesto, en ocasiones, soluciones distintas. De hecho, algunos autores advierten que contrato simulado y acuerdo simulatorio son negocios autónomos e independientes, pero advirtiendo que ambos se anulan y neutralizan. Esta concepción ha conducido a la construcción del acuerdo como un contrato resolutorio que viene a modificar o anular el contrato simulado, corrigiendo las inexactitudes resultantes de un error, imponiendo la modificación como requisito imprescindible de la contradeclaración. Otros autores resuelven la naturaleza contractual del acuerdo simulatorio incluyéndolo entre los contratos declarativos, y asimilándolo al contrato de accertamento (contrato de fijación).
En contraposición a la autonomía del acuerdo simulatorio, se parte de la premisa de que si bien la contradeclaración debe reunir las condiciones necesarias para su validez, no puede considerarse autónoma e independiente del contrato simulado, advirtiendo que el acuerdo entre los simulantes ha de ser estimado como una parte del negocio aparente; la contradeclaración, se dice, no puede separarse del fenómeno simulatorio, dado que se comprende que lo proyectado por las partes es un todo complejo integrado por la creación de una apariencia que esconde una voluntad negocial; advierten que los tres elementos posibles, contrato simulado, contrato disimulado y acuerdo simulatorio, constituyen un corpus unitario que no puede ser separado.
Cuestión discutida ha sido también la referente al momento en el que debe llevarse a cabo el acuerdo simulatorio; si debe ser simultáneo, anterior, o posterior al contrato simulado. Si bien se ha dicho que el acuerdo debe ser siempre precedente, también se entiende que, por lo menos, debe no ser posterior a la declaración simulada, puesto que si así sucediese no habría realmente simulación, sino posterior anulación de la misma voluntad contraria.
Cabe aquí aclarar que el contradocumento es un acuerdo, normalmente secreto, mediante el cual las partes declaran y reconocen la no subsistencia o la existencia con diferente contenido o entre personas distintas de una relación jurídica preexistente; por lo que, tanto el acuerdo como el contrato simulado deberán reunir los requisitos de validez y eficacia impuestos por la ley. Nos encontramos ante varias declaraciones distintas, con fines distintos, y diversa importancia jurídica; una sirve para regular las recíprocas relaciones, y la otra para producir la apariencia frente a terceros con el propósito de engañar. Y porque es un acuerdo, es precisamente un contrato, pero cuya naturaleza es declarativa; por lo que la contradeclaración se puede definir como un contrato declarativo.
La necesidad de que exista contradocumento, por tanto, debería ser incuestionable, puesto que, como bien indica el AS 480/2022 de 8 de julio, Rev. Jurisprudencia 2022, p. 27, “se encuentra claramente establecido que la simulación solo puede hacerse mediante un contradocumento o prueba escrita”, y añade que “Cabe aclarar que la necesidad del contradocumento fue establecida en el marco del principio de seguridad jurídica para que los actos jurídicos serios y veraces no sean cuestionados por las partes celebrantes”
5. El acuerdo simulatorio y su eficacia, tanto en la simulación absoluta como en la relativa. En ambos tipos de simulación, absoluta y relativa, será el acuerdo simulatorio el que desenmascare el contrato simulado; en la absoluta especificando que el contrato celebrado o que se va a celebrar es falso (inexistencia o falsedad de la causa), en cuanto las partes no quieren celebrar ningún contrato, como bien aclara el art. 543.I. De forma que en la simulación absoluta el contrato no produce efecto alguno entre las partes.
Sin embargo, en la simulación relativa las partes declaran que el contrato estipulado no es el realmente querido, sino uno de naturaleza diversa, en distintas condiciones o con personas distintas. Como tendremos ocasión de ver, mientras en la simulación absoluta y relativa es necesario el acuerdo de dos personas (o varias en el caso que el contrato simulado sea plurilateral), las partes contratantes; en la relativa subjetiva o interposición de persona se requiere el acuerdo de tres personas, el interponente y las partes contratantes.
El contrato disimulado, oculto bajo el aparente, deberá reunir las condiciones formales y sustanciales exigidas por el Derecho para ser válido, aparte de no afectar los intereses de terceros y no ser hecho en fraude de ley. El contrato disimulado debe surgir perfecto, como si originariamente fuera concluido y contenido en un acto sincero Se ha dicho que el hecho de que el contrato sea simulado implica que no puede sanarse por cumplimiento, confirmación o convalidación posterior porque adolece de un vicio de raíz, porque no se ha extinguido, ni nacido derecho alguno; y que tampoco puede ser objeto de novación, delegación o cesión. No obstante, si bien la simulación no es susceptible de conversión, sí admite la confirmación.
En cuanto a la simulación relativa subjetiva o e interposición ficticia, es necesaria la existencia de un acuerdo trilateral; tanto de aquellos que participan en el contrato simulado, como del tercer interponente. La estructura del acuerdo simulatorio es fundamental, ya que es indispensable que interponente, interpuesto y tercero, estén de acuerdo en crear la apariencia jurídica; pues si falta el acuerdo o consentimiento del tercero, este podría exigir del interpuesto la ejecución del contrato. No basta el simple conocimiento del tercero, sino que es necesario que este dé su consentimiento; la simulación debe ser siempre acordada, dado que el conocimiento es un simple estado interior de ciencia, y como tal no puede ser el sustituto de un contrato en el que las partes se ponen de acuerdo en la creación de una apariencia.
Así es, en la interposición ficticia el interpuesto resulta contratante solo en apariencia, cuando en realidad el contratante efectivo es otra persona -el interponente-, frente al cual se verifican todos los efectos del contrato. El interpuesto desaparece a los efectos jurídicos, hasta tal punto que el que desee hacer valer el acto disimulado y derivar las consecuencias jurídicas que le son propias puede directamente promover las acciones contra el contratante real. Tal afirmación comporta que los interesados, para obtener la ejecución del contrato, deberán accionar contra el contratante efectivo, no contra el interpuesto, el cual no tiene ninguna legitimación, ni pasiva ni activa, para exigir la tutela jurisdiccional de los derechos nacidos del contrato. Ya se sabe que esto es consecuencia del acuerdo simulatorio, el cual tiene la función esencial de establecer quien es el efectivo contratante, y en el que se funden el contrato simulado y el disimulado.
La simulación, por tanto, conlleva la ineficacia relativa del contrato; y se dice relativa porque las consecuencias entre las partes y respecto a los terceros son muy distintas. Entre las partes el contrato es ineficaz, y ello conlleva la eficacia del contrato disimulado, siempre que concurran los requisitos necesarios para su validez. Así es, debe ser válido y eficaz el acuerdo de las partes de crear una apariencia de una relación entre ellos ineficaz.
Y digo ineficacia, y no nulidad o inexistencia. Si bien distinguir los tres términos sería de suma importancia, no es este el lugar apropiado, pues supondría la elaboración de una investigación ajena al estudio que nos interesa. Teorizar sobre la inexistencia o no del contrato simulado es inútil, por muchos que hayan sido los intentos de justificarla, a veces incluso sin ni siquiera diferenciarla de la nulidad. Ha sido observado que la inexistencia es una categoría absurda, pero aún más lo sería si se tratara al simulado de contrato inexistente. El contrato simulado existe, independientemente de su ineficacia. De hecho, la simple lógica lleva a la conclusión de que si no es descubierta la simulación y el contrato simulado reúne todos los requisitos para su validez, este desplegará todos sus efectos jurídicos.
Descartada la inexistencia del contrato simulado, tan solo queda matizar la diferencia entre nulidad e ineficacia, que doctrina y jurisprudencia han utilizado indistintamente, aunque algunos hayan optado por la nulidad del contrato simulado. Se ha tendido a generalizar, dando el calificativo de ineficaz al contrato nulo, traspasando los límites de la nulidad, y equiparando ambos términos. Pero no existe tal sinonimia. Si bien todo contrato nulo es ineficaz, no todo contrato ineficaz es nulo. La ineficacia presenta una extensión mayor que la invalidez, en cuanto aquélla consigue la invalidez del contrato, pero puede investir también contratos en sí válidos; la nota saliente está en la mayor elasticidad de esta figura, en su idoneidad para acoger el tratamiento que mejor corresponda a los intereses en juego, en contraste con la rigidez de la disciplina de la invalidez. Es evidente, y me reafirmo, que el contrato simulado no es ni nulo ni anulable, sino ineficaz; pero, que la inoponibilidad de la simulación a los terceros que de buena fe hayan confiado en la apariencia creada por el contrato simulado, pueda dar lugar a la eficacia del mismo (respecto a los terceros) es, a mi juicio, índice suficiente para calificar de relativa la ineficacia.
Isabel Josefa Rabanete Martínez