Código Civil Bolivia

Capítulo III - De los derechos de la personalidad

Artículo 21°.- (Naturaleza de los derechos de la personalidad y su limitación)

Los derechos de la personalidad son inherentes al ser humano y se hallan fuera del comercio. Cualquier limitación a su libre ejercicio es nula cuando afecta al orden público o a las buenas costumbres.

Actualizado: 1 de abril de 2024

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Comentario

1. Los derechos de la personalidad.

Los derechos de la personalidad son derechos que recaen sobre una realidad que no es externa al propio titular, sino sobre bienes o atributos del mismo, esto es, los denominados bienes de la personalidad.

Sus principales rasgos caracterizadores son los siguientes: a) son derechos que afectan a la propia esfera de la persona, tanto física (vida o integridad física) como psíquica (honor, intimidad personal y familiar o propia imagen); b) son derechos absolutos, existiendo un deber de respeto de todos los particulares, al igual que sucede respecto de los derechos reales; y c) son derechos que entroncan con la propia dignidad de la persona y, en consecuencia, como dice el art. 21 CC: “son inherentes al ser humano y se hallan fuera del comercio”.

2. Derechos de la personalidad y derechos fundamentales.

Una de los problemas dogmáticos recurrentes es explicar de modo adecuado la relación entre la categoría de los “derechos fundamentales”, reconocidos en las constituciones, y la de los “derechos de la personalidad”, regulados en códigos civiles (en Bolivia) o en leyes especiales (en otros países, por ejemplo, España).

Las dificultades nacen por el diverso origen de ambas: los derechos fundamentales se conciben inicialmente como reductos de inmunidad frente a las injerencias de los poderes públicos; los derechos de la personalidad como una técnica del Derecho civil para hacer frente a las intromisiones ilegítimas de sujetos de Derecho privado en ámbitos de la propia esfera personal (física o psíquica) de los seres humanos, justificando la puesta en marcha de la tutela inhibitoria (para hacer cesar la intromisión) y resarcitoria (para obtener la reparación del subsiguiente daño moral).

Este diverso origen de las categorías y las distintas finalidades con las que surgieron ambas explica la dificultad del “diálogo” entre ellas, haciendo que los constitucionalistas hablen usualmente de derechos fundamentales “a secas”, considerado innecesaria la arraigada terminología, cara a los civilistas, de derechos de la personalidad; y, por su parte, que los privatistas, a veces, se aferren a la categoría dogmática de los derechos de la personalidad, refiriéndose a la protección constitucional de los mismos, como una especie de forma de tutela de los mismos, que resulta un simple “añadido molesto”, al que no hay más remedio que integrar en el marco de las enseñanzas tradicionales.

A mi parecer debe proponerse una categoría única y transversal, la de los “derechos fundamentales de la personalidad”, en la que confluyan las dos visiones clásicas del fenómeno, convencido de que, en realidad, ambas hacen referencia a la misma realidad, evidenciado técnicas de protección distintas.

Es evidente que la dicotomía entre derechos fundamentales/derechos de la personalidad no puede ya mantenerse como un trasunto de la distinción entre Derecho público/Derecho privado, entendidos estos como categorías aisladas o compartimentos estancos, pues no cabe la menor duda de que los derechos fundamentales (o, al menos, algunos de ellos, entre los que se encuentran los de la personalidad), tienen eficacia entre los particulares, pues no solo suponen mandatos de protección y límites de actuación dirigidos a los poderes públicos, sino que tienen también como destinatarios a los ciudadanos (art. 109.I CPE), por lo que cabe la acción de amparo constitucional contra actos de personas individuales o colectivas que los vulneren (art. 128 CPE).
Como entras, observan las SC 0292/2012, de 8 de junio, 1567/2013, de 16 de septiembre, y 0309/2019-S3, de 18 de julio, “los particulares tienen el deber de respetar los derechos de terceros y, en consecuencia, de abstenerse de realizar acciones que obstaculicen el ejercicio de los mismos; pues en su caso, es posible su demanda, sea en la vía ordinaria, a través de los mecanismos previstos en nuestro ordenamiento jurídico, o a través de las acciones de defensa reconocidas en nuestra Constitución Política del Estado”; y, como explica la SC 1048/2017-S1, de 11 de septiembre, “La acción de amparo constitucional es un mecanismo constitucional por el que la Norma Suprema, establece un procedimiento de protección cuyo objeto es el restablecimiento inmediato y efectivo de los derechos y garantías restringidos, suprimidos o amenazados, a través de un procedimiento judicial sencillo, rápido y expedito, frente a situaciones de lesión provenientes de la acción u omisión de servidores públicos o particulares; siempre que el ordenamiento jurídico ordinario no prevea un medio idóneo para reparar la lesión producida”.

Podría pensarse que, una vez predicada la eficacia privada de los derechos fundamentales la categoría de los derechos de la personalidad sería superflua, siendo su única función la de adjetivar ciertos derechos fundamentales con una finalidad puramente descriptiva de su objeto, esto es, identificar los que recaen sobre bienes o atributos intrínsecos del ser humano. Sin embargo, procediendo así, se desperdiciaría toda la “finura” de la depurada construcción dogmática de los derechos de la personalidad elaborada por la doctrina civilista, reflejada en la regulación legal contenida en el Código civil de Bolivia, que, en la actualidad, no es ya una pura opción del legislador, sino una exigencia constitucional, pues la tutela inhibitoria y resarcitoria que en ella se consagra supone un mínimo de protección irrenunciable en orden a garantizar la efectividad de dichos derechos fundamentales en las relaciones sociales y jurídicas entre particulares.

El “diálogo” entre el regulación constitucional y civil ha de ser fluido, pues, también, desde la perspectiva del Derecho civil, se ha de afirmar que el contenido de los derechos de la personalidad es complejo, pues no sólo incluye facultades negativas (de exclusión y reacción contra intromisiones ajenas), sino, además (y esto es, a mi parecer, prioritario desde un punto de vista axiológico), facultades positivas, que permiten la actuación del principio de autonomía privada, atribuyendo al titular de los mismos un poder jurídico sobre su propia esfera personal que puede ejercer libremente, sin bien (dentro de ciertos límites, en atención al concreto tipo de derecho de que se trate), con lo que se produce una coincidencia sustancial en el contenido de los “derechos fundamentales de la personalidad”, regulados, tanto en la Constitución, como en el Código civil.

 

3. Derechos de la personalidad y autonomía privada.

Al ser los derechos de la personalidad “inherentes al ser humano” son indisponibles o, como dice el precepto comentado, “se hallan fuera del comercio”. Ahora bien, ello no quiere decir que sean inmunes a la actuación de la autonomía privada, pues, en general, tienen un contenido positivo, que permite a su titular consentir intromisiones ajenas.

El consentimiento del titular, autorizando, por ejemplo, una intromisión en su derecho al honor, intimidad personal o familiar o propia imagen, es ciertamente, un acto de autonomía de la persona, pero no es un consentimiento contractual. Se trata de un acto que convierte en legítima la intromisión de un tercero, que, de no concurrir dicha autorización, sería ilícita y, por ende, daría lugar a la correspondiente reparación. Es, en definitiva, una causa de exclusión de la antijuridicidad de la intromisión de un tercero en un derecho ajeno.

El titular del derecho de la personalidad no tiene, pues, propiamente un poder de disposición sobre él, sino la facultad de autorizar con su consentimiento intromisiones, que, de no mediar aquel, sería ilegítimas: por lo tanto, cuando el art. 7 CC habla de “Actos de disposiciones sobre el propio cuerpo”, utiliza la expresión “disposiciones” en un sentido impropio, no técnico
Esta facultad de autorización tiene distinto alcance según el tipo de derecho de que se trate.

Su eficacia es mínima respecto del derecho a la vida, ya que la autorización de una persona a un tercero para acabar con su vida no exime a dicho tercero de responsabilidad penal, si bien el Código penal contempla una reducción de pena y, excepcionalmente, el perdón judicial en el caso del homicidio piadoso, que presupone la voluntad de una persona, gravemente enferma, de morir (art. 257 CP).

La facultad de autorización del titular juega limitadamente respecto del derecho a la integridad física. No se pueden, así, “donar” órganos que comprometan la supervivencia del “donante”, “ocasionando una lesión grave y definitiva a su integridad física” (art. 7.I CC); es inadmisible que la autorización se realice a cambio de recibir una retribución económica (art. 43 CPE), pues está prohibida la comercialización de órganos (art. 90 del Código de Salud), por ser la misma contraria “al orden público o a las buenas costumbres” (de las que habla el precepto comentado); y es siempre revocable (art. 7.II CC y art. 92 del Código de Salud), como consecuencia de la inherencia del derecho de la personalidad, sin que por dicha revocación deba soportarse “ninguna consecuencia legal ni económica” (art. 16 de la Ley de Donación y Trasplante de Órganos, Células y Tejidos, 5 de noviembre de 1996).

Es muy explícito el art. 17 CC y comercial argentino, según el cual “Los derechos sobre el cuerpo humano o sus partes no tienen un valor comercial, sino afectivo, terapéutico, científico, humanitario o social y sólo pueden ser disponibles por su titular siempre que se respete alguno de esos valores y según lo dispongan las leyes especiales”.

La facultad de autorizar injerencias en la propia esfera personal tiene, en cambio, mayor amplitud respecto de los derechos al honor, a la intimidad personal y familiar, pudiendo darse a cambio de recibir una compensación. La autorización que ha de ser específica (esto es, para cada concreto acto de intromisión) es revocable en cualquier momento (siendo inherente el derecho de la personalidad, ha de mediar siempre un consentimiento actual del titular); y ello, aunque nada diga a este respecto el Código civil boliviano, a diferencia de lo que hace el art. 2.3 de la Ley Orgánica española 1/1982, que, sin embargo, prevé quien revoque su autorización queda sujeto a indemnizar daños y perjuicios, incluyendo las expectativas justificadas: por ejemplo, si se revoca el consentimiento dado para publicar en una revista determinadas fotografías de una persona famosa, el importe de las ejemplares de la misma que se hayan dejado de vender, por no poder publicarlas.

No es exigible ningún documento especial para la revocación, pero evidentemente deberá ser realizada mediante una declaración de voluntad recepticia, dirigida a aquel a quien, en un principio, se concedió la autorización, siendo aconsejable que se haga por escrito y, más concretamente, mediante un requerimiento notarial o burofax, a fin de que quede constancia de que la revocación llegó al conocimiento del destinatario de la declaración de voluntad, con el fin de poder acreditar dicha circunstancia, en una eventual reclamación de daños y perjuicios, si, a pesar de la revocación, el destinatario realizó la intromisión.

El efecto de la revocación es hacer desaparecer el carácter legítimo, que inicialmente tenía la intromisión, como consecuencia del consentimiento prestado por el titular del derecho. En particular, por cuanto concierne al derecho a la propia imagen, la revocación es eficaz, no solo frente a quien se hubiera concedió la facultad de captar, reproducir o publicarla, sino también frente a los eventuales cesionarios, a quienes aquel hubiera cedido esta facultad, por permitírselo, así, la autorización inicialmente recibida; y ello, porque esta autorización no surge de un contrato, respecto del cual el cesionario pueda invocar la condición de tercero, con el fin de evitar que le sea opuesto, sino que deriva de un acto de autonomía privada, que, en ningún caso, implica disposición del derecho a la propia imagen, el cual es inalienable, razón por la cual cabe siempre la revocación de la autorización, que producirá sus efectos (hacer desaparecer el carácter legitimador que inicialmente tenía la intromisión) erga omnes (frente a todos).

José Ramón de Verda y Beamonte