Código Civil Bolivia

Capítulo IV - De la interpretación de los contratos

Artículo 510°.- (Intención común de los contratantes)

  1. En la interpretación de los contratos se debe averiguar cuál ha sido la intención común de las partes y no limitarse al sentido literal de las palabras.
  2. En la determinación de la intención común de los contratantes se debe apreciar el comportamiento total de éstos y las circunstancias del contrato.

Actualizado: 11 de abril de 2024

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Comentario

1. La interpretación del contrato: concepto, fases, reglas y principios inspiradores. El contrato, como destacada fuente de obligaciones, es, al mismo tiempo, un acto jurídico derivado de la autonomía de la voluntad de las partes y un acto con fuerza de ley para las mismas. Personas diferenciadas, que actúan conforme a intereses propios y distintos, emiten sendas declaraciones de voluntad, que el contrato eleva a ley rectora de las obligaciones contraídas por ellas. El contrato aúna, por tanto, ambas perspectivas: subjetiva y objetiva, voluntad y norma. Subjetiva, porque emana de la voluntad de las partes que lo perfeccionan; porque desciende al supuesto de hecho concreto, anudándole a éste unas determinadas consecuencias jurídicas en unas circunstancias específicas. Objetiva, porque, a su vez, como lex privata reguladora de los conflictos jurídicos inter partes (entre la partes), debe de reflejar con claridad el verdadero sentido y alcance de lo estipulado en él, libre de ambigüedades y oscuridades que lo puedan afectar. En todo caso, contrato significa acuerdo, pacto, convenio. Dos o más voluntades declaradas y concordes en torno a un objeto y un concreto fin económico-social. Y ese es, precisamente, el espacio que ocupa la interpretación en materia de contratos: la búsqueda del sentido y alcance real de la voluntad concorde de las partes contratantes declarada en el cuerpo del contrato.
Es una tarea que llevará a cabo, principalmente, el juez (o árbitro), como intérprete de la voluntad declarada, en el contrato, por las partes firmantes. La labor interpretativa se desarrollará a lo largo de un proceso. En una primera fase, el intérprete deberá recabar toda la información que necesita para acometer su tarea, valiéndose, primeramente, de los datos que emanan del texto del contrato. Podrá así circunscribir, con precisión, el objeto de la interpretación: qué cuestiones son las que, por su falta de claridad, requieren concreción o aclaración adicional. En una segunda fase, el intérprete deberá inducir, valiéndose de la información obtenida del texto del contrato y de fuentes externas al mismo, la voluntad real de las partes contratantes; el interés común que emana de las declaraciones contenidas en el acuerdo alcanzado. En una tercera y última fase, el intérprete deberá abordar la calificación del contrato, esto es, la determinación del tipo contractual; lo que conllevará, necesariamente, la aplicación de una u otra regulación jurídica. En ocasiones, en esta última fase el intérprete habrá de proceder a integrar parte del contenido del contrato, es decir, a ofrecer una solución a un problema no expresamente resuelto en el texto del mismo; porque las partes no hayan acordado nada sobre determinadas e importantes cuestiones que afectan al desarrollo del propio acuerdo o porque lo han consensuado de una manera no apta para la producción de efectos jurídicos. En todo caso, la tarea interpretativa, comprensiva de las tres fases descritas, no perseguirá “corregir” o “reconstruir” la voluntad declarada por las partes, aventurándose a conjeturar qué es lo que los contratantes hubieran querido manifestar cuando nada han expresado al respecto.
Entre las reglas destinadas por el Código Civil boliviano a la interpretación de los contratos pueden distinguirse, a priori (en principio) dos bloques. El primero de ellos se encarga de fijar el alcance real de la voluntad de las partes contratantes, asumiendo la perspectiva más subjetiva de la tarea interpretativa. Se trata, en concreto, de un bloque compuesto por los arts. 510, 513, 514, 515 y 516 CC, que abordan la necesidad de ir más allá de la literalidad de las cláusulas contractuales, en busca de la intención común de las partes, cuando existen disonancias o dudas sobre la coincidencia entre la voluntad real y la voluntad declarada por aquéllas. El segundo bloque, integrado por los arts. 511, 512, 517 y 518 CC, trata de ofrecer al intérprete pautas o reglas objetivas, de las que valerse en su tarea interpretativa, para solventar ambigüedades y aclarar dudas en torno al contenido contractual, en pro del principio de conservación del negocio. Algunas de estas reglas, sin embargo, ostentan el alcance de verdaderos principios rectores, como veremos. Transcienden su consideración como meros criterios objetivos de interpretación. En cualquier caso, tanto la doctrina como la jurisprudencia española dejan claro que todas estas reglas ostentan la naturaleza jurídica de mandatos vinculantes para el intérprete. No son consideradas como meras recomendaciones a las que asirse en la labor interpretativa, sino como verdaderas normas jurídicas que cumplen la misión de evitar la arbitrariedad judicial (o arbitral) en la interpretación de los contratos. Sin embargo, también resulta claro que estas escuetas nueve normas serán, en ocasiones, insuficientes para acometer una precisa interpretación del contenido de un contrato; por lo que, en estos casos, el juez (o árbitro) contará con un margen de discrecionalidad para abordarla: con lógica, prudencia y buen sentido.
La doctrina española también distingue la relevancia que cada uno de los bloques descritos debe ostentar en la labor interpretativa del contrato; y ha de subrayarse que hay posturas contrapuestas entre los civilistas. Para un sector importante de la doctrina, el bloque relativo a la interpretación subjetiva debe pesar más en la tarea de la interpretación. El intérprete debe agotar, por tanto, la investigación dirigida a hallar la intención común de las partes contratantes antes de aplicar las reglas objetivas de interpretación. Si de la interpretación de la voluntad negocial de las partes interesadas no puede extraerse una exhaustiva regulación del conflicto de intereses, en todos los aspectos jurídicamente relevantes, el intérprete deberá acudir a la interpretación objetiva que le facilitan las pautas del segundo bloque para culminar la obtención de dicha regulación. El “alma” de la interpretación del contrato reside, pues, en hallar lo que realmente las partes contratantes quieren conseguir a través del contrato; por su parte, las reglas objetivas se recogen en el Código para asistir al intérprete en la aclaración de aspectos dudosos, oscuros o ambiguos cuando aquella voluntad común de los contratantes no los dilucida. Estas normas objetivas son pues, también conforme a la doctrina del Tribunal Supremo español, secundarias; cumplen una función subsidiaria, entrando en acción, únicamente, cuando no aparece con claridad la verdadera voluntad de las partes. Sin embargo, para otros destacados estudiosos, los criterios y principios rectores de carácter objetivo que conforman el segundo bloque deben ser tenidos en cuenta, conjuntamente, con las pautas de interpretación subjetiva, pues ofrecen sólidos límites que deben observarse en la determinación del alcance de la voluntad real de las partes contratantes. Deberán ir, pues, de la mano, cual herramientas que sirven, de forma íntegra y conexa, a un mismo fin.
En cualquier caso, de lo expuesto sobre los criterios subjetivos y objetivos de interpretación, podemos entresacar los principios inspiradores que deben guiar la labor interpretativa de los contratos:
A) Principio espiritualista o voluntarista. Este principio, spectanda est voluntas (se ha de atender a la voluntad) hace referencia, como se ha visto, al valor nuclear que tiene la voluntad común de las partes contratantes en la interpretación que debe acometer el juez (o árbitro) sobre el contenido dudoso del contrato (art. 510 CC). La voluntad concorde de los contratantes debe situarse por encima de la literalidad de las cláusulas contractuales, cuando éstas no la reflejan de forma adecuada. Dicha voluntad común de las partes contratantes también servirá de guía en la aplicación, subsidiaria o simultánea, de las reglas objetivas de interpretación que el Código boliviano ofrece al intérprete para asistirle en su tarea (arts. 511, 512, 517 y 518 CC).
B) Principio de autorresponsabilidad del declarante. Este principio es una aplicación, para el ámbito de la interpretación del contrato, del principio de buena fe. Es opinión prácticamente unánime en la doctrina española que la buena fe implica la sujeción del contrato a aquellos comportamientos o normas de conducta impuestas por la conciencia social; directamente relacionados con la ética social vigente, significada por los valores de equidad, honradez, corrección, lealtad y fidelidad a la palabra dada. Este principio hace referencia, pues, a la ética del contrato. A la responsabilidad del declarante, en el momento de emitir y consignar su voluntad en el texto del contrato, de actuar de forma coherente y honesta respecto de la confianza depositada por la otra parte en dicha declaración. De ahí que el propio art. 518 CC (al igual que los arts. 1288 CC español y 1370 CC italiano), establezca la obligación de interpretar las cláusulas oscuras del contrato en contra de la parte contratante que las haya introducido. El principio de autorresponsabilidad del declarante se puede apreciar, por tanto, como sanción impuesta a aquél por su falta de claridad al expresarse, ya que la parte destinataria de dicha declaración oscura la tomará, de ordinario, en un sentido diferente de aquel que verdaderamente le quiso imprimir el autor de la estipulación. De ahí que, en tales casos, como veremos al estudiar el art. 518 CC, deba prevalecer el sentido que la parte destinataria le ha otorgado a la declaración oscura: por la autorresponsabilidad de quien no empleó la diligencia debida y por la confianza depositada por el receptor en el sentido aparente (no real) de la declaración.
C) Principio de conservación del contrato. La interpretación debe dirigirse a que el contrato o la cláusula discutida sea eficaz. Así, entre un significado de una cláusula que conduzca a privar al contrato de eficacia y otro que le permita tenerla, debe optarse por este último. Cuando una cláusula es susceptible de expresar dos sentidos distintos de la voluntad declarada en ella, se debe apostar por aquel con el cual pueda tener algún efecto y no el que dé lugar a su ineficacia. Ese es, justamente, el espíritu del art. 511 CC, que obliga a quedarse con aquel significado o sentido que pueda producir algún efecto, para que se conserve y perdure el vínculo entre las partes. Es natural deducir que las partes han querido firmar el contrato para llevar a cabo un acto serio y útil, no para lo contrario.
La jurisprudencia del Tribunal Supremo español ha sentado, de forma clara, que, en todo caso, desde un punto de vista procesal, la interpretación del contrato corresponderá a los tribunales de primera instancia [también lo ha hecho la jurisprudencia boliviana (G.J, nº 450, p. 779), en favor de los jueces de grado]; por tratarse, la tarea interpretativa, de una cuestión “de hecho”, y no “de derecho”. La interpretación que el juez (o árbitro) realiza sobre el contenido de las cláusulas contractuales es, por tanto, una cuestión fáctica que no puede volver a retomarse en casación, salvo que las conclusiones sentadas en primera instancia sean ilegales, inverosímiles o contradigan las reglas de la lógica. Así, de no darse ese criterio desorbitado e irracional en la interpretación contractual realizada por el juez de instancia, deberá ésta mantenerse intacta incluso en aquellos supuestos en que pueda haber alguna duda acerca de su exactitud y rigurosidad o, simplemente, se haya adoptado una de las varias interpretaciones posibles. También es cierto que éste es, a veces, un camino de ida y vuelta muy estrecho, ya que, para dilucidar el absurdo, la arbitrariedad, la ilógica o la ilegalidad de la interpretación elaborada por el tribunal de instancia habrá que denunciar en casación la infracción de las normas relativas a la interpretación del contrato. Precisamente, de la propia naturaleza vinculante de las normas concernientes a la interpretación de los contratos nace la viabilidad de la interposición del recurso de casación contra la inaplicación o aplicación errónea de dichos preceptos por parte de los tribunales de instancia, difuminándose los límites entre la “cuestión de hecho” y la “cuestión de derecho”.
En cualquier caso, debemos ser conscientes de que estas tradicionales reglas de interpretación que estudiamos en este apartado se topan, actualmente, con una realidad contractual muy distinta a la que deben adaptarse. El tradicional modelo de contrato basado en la previa negociación, naturaleza paritaria y tipificación propia de una contratación simplificada, contrasta con una nueva realidad contractual amplia, diversa y ciertamente compleja, de la mano de la inexistencia de previas negociaciones o de la proliferación de nuevos tipos contractuales en sectores especializados. Al amparo de la autonomía de la voluntad, estos nuevos moldes contractuales adoptan una fisionomía diferente, alentada por el uso masivo de la contratación por internet que permite poner en práctica todo tipo de transacciones económicas desde cualquier parte del planeta. Esta realidad exige al intérprete acometer una profunda adaptación de las tradicionales reglas de interpretación contractual.
2. El sentido literal de las cláusulas del contrato o la intención común de las partes contratantes: ¿cuál debe predominar en la tarea interpretativa? El art. 510 CC abre la sección relativa a la interpretación de los contratos (Parte Segunda, Título I, Capítulo IV, arts. 510 a 518). Se inspira este precepto en el art. 1362 CC italiano, y éste, a su vez, en el ya derogado art. 1156 CC francés (reubicado, tras la reforma operada por la Ordonnance 2016-131 de 11 de febrero, en la letra del art. 1188); ya que, en este punto concreto, el Código Civil español se separa, aparentemente, del modelo franco-italiano-boliviano en su art. 1281.
El Código Civil español establece en su art. 1281 que debe predominar, siempre, como primera fuente en toda labor de interpretación contractual, la literalidad de las cláusulas del contrato, cuando ésta no presenta ninguna duda sobre la intención de las partes contratantes. Es decir: deberá estarse al tenor literal de las cláusulas del contrato (interpretación literal) cuando éstas sean claras y no ofrezcan dudas sobre la verdadera intención de las partes contratantes (in claris non fit interpretatio). Si, por el contrario, las palabras insertadas en las cláusulas del contrato parecieran contrarias a la intención evidente de las partes contratantes, deberá prevalecer esta voluntad real, por encima del significado de las palabras empleadas (interpretación espiritualista).
El art. 1362 CC italiano y, en consecuencia, el presente art. 510 CC, aparentemente, no parten de la literalidad de las cláusulas como primera fuente en la tarea interpretativa. Al contrario de lo que dispone el Código Civil español en su art. 1281, el art. 510 CC establece que la misión del intérprete del contrato reside en “averiguar cuál ha sido la intención común de las partes y no limitarse al sentido literal de las palabras”. Pasa, directamente, a la averiguación de la voluntad concorde de los firmantes del contrato, sin especificar si esta tarea es necesaria o no cuando los términos recogidos en el texto del contrato son claros y no presentan ninguna duda ni oscuridad.
No obstante, la propia jurisprudencia boliviana viene reiterando que las reglas establecidas por los arts. 510 y siguientes CC para la interpretación de los contratos oscuros, dudosos o ambiguos, no tienen aplicación cuando las cláusulas del contrato, siendo por su contexto literal, claras, expresas e inequívocas, no ofrecen duda alguna para su cumplida inteligencia (G.J. nº 421, p. 527). De esta manera, los jueces de grado (de primera instancia en el sistema judicial español) observarán solamente la regla establecida por el art. 510 CC cuando, a su juicio, la común intención de las partes no resulte con claridad de los términos del contrato en su sentido literal (G.J. nº. 530, p. 27). Así pues, los contratos se entienden en su sentido literal; toda vez que la voluntad o intención de las partes está claramente demostrada y, por lo mismo, sólo proceden las interpretaciones cuando la oscuridad y la duda las hacen necesarias (G.J. nº 652, p. 8). No es susceptible de interpretación, por tanto, la cláusula clara y categórica (G.J. nº 847, p. 13).
En cualquier caso, siempre habrá de desplegarse una labor de interpretación sobre la letra del contrato, aunque sea para comprobar que aquélla es clara y coincidente con la común intención de las partes contratantes. Así pues, incluso para llegar a la conclusión de que voluntad real y voluntad declarada armonizan, sin claroscuros ni ambigüedades, el intérprete ha tenido que abordar la primera fase de la tarea interpretativa (atenta lectura de la literalidad del contrato y extracción de datos relevantes con relación al conflicto de intereses que subyace entre las partes) y fusionarla con la segunda (inducción de la voluntad real de los firmantes sobre la base de la información obtenida). A veces será suficiente con la redacción que el contrato le propina a cada una de las declaraciones de voluntad emitidas por los contratantes. Otras veces, sin embargo, habrá de proceder el intérprete a averiguar la verdadera voluntad de las partes interesadas, ante la insuficiencia de la letra contenida en las cláusulas contractuales. En todo caso, siguiendo la máxima que dispone este art. 510 CC, no deberá el intérprete limitarse, en su tarea, únicamente, a la letra del contrato, pues no siempre resultará ésta adecuada para concluir cuál es la voluntad negocial real perseguida por las partes. Deberá, pues, evitar, en la labor interpretativa, una inducción mecánica o automática de la voluntad real de las partes a partir de la letra del contrato. Cada labor interpretativa, cada texto contractual, será único y distinto; deberá por ello, el intérprete, detenerse en cada uno de ellos, para proceder a examinarlos de forma particular y diferenciada. Esta es la actitud de atención y precisión que requiere al intérprete el art. 510 CC.
3. La averiguación de la voluntad real de las partes contratantes cuando la literalidad del contrato resulta dudosa, oscura o ambigua. Como avanzábamos en el apartado anterior, la letra del contrato puede (o no) ser la única fuente de información a partir de la cual el intérprete concluya la voluntad común de las partes contratantes. En ocasiones, los datos serán claros, concisos y suficientes. Piénsese, por ejemplo, en un contrato de compraventa; y, en concreto, en los datos referidos a la entrega de la cosa y el precio. Frases como la siguiente, no ofrecerían, a priori (en principio) ninguna duda: “La entrega tendrá lugar en el domicilio del vendedor, a las 10:00 a.m. del día 8 de marzo de 2022”. Cuanto más precisa sea la redacción de las cláusulas del contrato, más detalles se recogerán y más claras quedarán las obligaciones adquiridas por las partes y el modo en el que han de cumplirse. No obstante, a veces los términos del contrato son claros (no presentan dudas en su lectura y comprensión) pero no resultan suficientes, en ese caso concreto, para determinar la voluntad real y exacta de las partes y, en consecuencia, la manera idónea de ejecutar lo pactado. Piénsese, siguiendo el ejemplo anterior, que el vendedor tiene más de un domicilio o que vendedor y comprador viven en lugares con franjas horarias distintas; o, en su caso, que hay más de un vendedor y que no viven todos ellos en el mismo domicilio. En ocasiones, por tanto, más allá de que los términos no resulten confusos, ambiguos u oscuros, deben de estimarse suficientes para que las partes cumplan correctamente con las obligaciones asumidas; de forma que el contrato despliegue su entera eficacia y los contratantes vean satisfecho su interés negocial. Siempre deberá perseguirse la averiguación de la voluntad real y verdadera de las partes (principio espiritualista), por encima de la letra del contrato, cuando ésta resulte insuficiente para ejecutar lo pactado de forma sostenible y equilibrada para las partes, conforme a lo acordado. Se trata, en definitiva, de que la interpretación se ajuste al sentido que mejor propicie la consumación íntegra del contrato y la satisfacción última de las partes contratantes.
Cuando la información no sea precisa, clara y suficiente, el apartado segundo del art. 510 CC obliga, por tanto, al intérprete a determinar la intención común de los contratantes. Para ello, el precepto indica que debe apreciarse el comportamiento total de las partes contratantes y las circunstancias del contrato. Está indicación final acoge, sin duda, la llamada interpretación histórica del contrato; centrada, especialmente, en los actos precedentes y preparatorios de las partes para la formalización del acuerdo. En este punto concreto, el art. 510.II CC suma un elemento más de averiguación respecto del art. 1362 CC italiano y del art. 1282 CC español, que se limitan a disponer, para la búsqueda de la voluntad común real, que el intérprete debe prestar atención a los actos de los contratantes, anteriores, coetáneos y posteriores a la conclusión del contrato. El art. 510.II, además, se refiere a las circunstancias del contrato como elemento añadido a tener en cuenta por el intérprete a la hora de averiguar la voluntad común de las partes firmantes del contrato. Es un elemento de interés, sin duda, porque tiene en cuenta, además de los actos de los contratantes, circunstancias de distinta índole que, de otra forma, quizás no se tendrían en cuenta en la tarea interpretativa. Piénsese, por ejemplo, en circunstancias políticas, sociales, económicas, sanitarias o climatológicas, de carácter sistémico, que puedan envolver la firma del contrato y que escapan al control de las partes firmantes. La crisis, de alcance mundial, generada por el COVID-19 sería, sin duda, un ejemplo claro de circunstancia extraordinaria a tener en cuenta a la hora de dilucidar cuál es y en qué contexto se expresa el interés negocial que empuja a las partes a firmar el contrato.
Cuando haya dudas de que la voluntad manifestada por los firmantes en el contrato no resulta suficiente para fijar su voluntad real y la forma adecuada de cumplir con lo pactado, este segundo apartado del art. 510 CC ordena, por tanto, al juez (o árbitro), atender, en la interpretación del contrato (verbal o escrito), a todo el comportamiento completo de las partes; desde los tratos preliminares y trámites preparatorios del contrato (documentos intercambiados con la asesoría jurídica, documentos privados firmados entre las partes previos a la escritura notarial, las negociaciones habidas entre ellas, los usos del lugar…), hasta los actos ejecutivos de lo pactado (pagos previos, entregas parciales, reconocimientos de deuda…), pasando por el entorno que rodea la firma del acuerdo. Aunque el contrato tenga una forma ad solemnitatem. La misma labor interpretativa exige no desdeñar dato alguno para reconstruir y averiguar la verdadera voluntad negocial. Cualquier acto o documento distinto del contrato puede servir, cual fuente externa, como pista para averiguar el alcance real y la coherencia interna de las voluntades manifestadas por las partes en diferentes momentos, próximos a la firma del acuerdo. En efecto, según la jurisprudencia española, para interpretar los contratos hay que atenerse, de modo racional, a los hechos anteriores, coetáneos y posteriores en relación a la conducta, relaciones sociales y de interés entre los contratantes. Estos actos ofrecerán al intérprete información adicional para comprender el interés negocial de las partes y los objetivos que cada una de ellas persigue con la perfección del contrato. Para este fin, no hay orden de preferencia entre los actos anteriores, coetáneos y posteriores llevados a cabo por las partes contratantes; ninguno de ellos tiene más valor que los restantes en la labor interpretativa. Habrán de interpretarse en su conjunto. En cualquier caso, los actos desarrollados por las partes contratantes, antes, durante o después de la firma del contrato deberán servir para averiguar su verdadera voluntad negocial y, por ello, habrán de ser clara e inequívocamente acreditativos de una voluntad distinta a la declarada en el contrato.
En este sentido, ha de subrayarse que el principio de buena fe exige que los contratos sean interpretados presuponiendo una lealtad y una corrección en su misma elaboración, es decir, asumiendo que las partes, al redactarlos, quisieron expresarse conforme a los cánones de comportamiento propios de las personas honestas, no buscando circunloquios, confusiones o ambigüedades que pudieran oscurecer el entendimiento de la contraparte. De ahí que, en principio, se deba presumir que las partes han declarado en el cuerpo del contrato lo que realmente quieren expresar. Solamente si una de las partes alega oscuridad, duda o confusión en alguna de las cláusulas se procederá a la interpretación judicial del contrato a petición suya, debiendo encargarse, esta parte, de justificar su solicitud, motivando la discordancia que aprecia entre la voluntad declarada y la voluntad real de la contraparte, siempre y cuando no haya sido esa misma parte la que haya generado la oscuridad o ambigüedad. Si ese fuera el caso, tal y como reza el art. 518 CC, el legislador boliviano establece que las cláusulas dispuestas por uno de los contratantes o en formularios organizados por él, se interpretarán, en caso de duda, en favor del otro.
Leire Imaz Zubiaur