Código Civil Bolivia

Capítulo II - De los requisitos del contrato

Artículo 452°.- (Enunciación de requisitos)

Son requisitos para la formación del contrato:

  1. El consentimiento de las partes.
  2. El objeto.
  3. La causa.
  4. La forma, siempre que sea legalmente exigible.

Actualizado: 9 de abril de 2024

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Comentario

1. Requisitos del contrato. El Código civil consagra el capítulo II, título I de la parte segunda de su libro tercero (arts. 452 a 493) a regular los requisitos esenciales para la validez de los contratos, es decir, aquellos sin los cuales estos no podrían entenderse válidamente celebrados. Se trata, más concretamente, de los enumerados en este art. 452 y, según su tenor literal, son: el consentimiento de los contratantes; el objeto que sea materia del contrato; la causa; y, por último, la forma, siempre y cuando venga legalmente exigida. Por tanto, consentimiento, objeto y causa constituyen elementos esenciales de todo contrato –son ingrediente sustancial suyo-, en tanto que la forma lo será tan solo de aquellos respecto de los cuales se exija alguna en concreto en orden a su perfección, puesto que en el ordenamiento civil boliviano rige en este punto el principio espiritualista como regla general; esto es, a priori, corresponde a la esfera de la libertad de los contratantes expresar su voluntad a través del medio que consideren oportuno (vid. comentario a los arts. 491 a 493). Los requisitos recién enumerados, que se regulan respectivamente en las secciones I (arts. 453 a 482), III (arts. 485 a 488), IV (arts. 489 a y 490) y V (arts. 491 a 493), se contraponen, en este sentido, a aquellos que la doctrina suele calificar como elementos “accidentales” del contrato por ostentar, contrariamente, un carácter contingente. Estos últimos son sustancialmente la condición y el término (a los que cabría añadir el modo), pero, al contrario de los anteriores, solo quedan incorporados al negocio –modulando sus efectos- cuando así lo hayan acordado las partes. Luego obviamente el contrato, a diferencia de lo que acontece con los citados en el art. 452, puede existir sin ellos, y de ahí que el CC los regule en un capítulo diferente (capítulo III, título II de la misma parte y libro: arts. 494 a 509).
Antes de abordar el análisis de los elementos esenciales, el cual se acometerá al hilo de los artículos correspondientes, procede efectuar una advertencia y una matización. La primera consiste en que ha de tenerse en cuenta que, aunque su singular naturaleza podría sugerir otra cosa, no toda deficiencia o irregularidad en ellos comporta necesariamente la inexistencia o nulidad de pleno derecho del contrato. Pues en ocasiones el ordenamiento anuda a la irregularidad afectante a alguno de tales elementos esenciales un régimen de simple anulabilidad y así, señaladamente, cuando concurre un vicio en el consentimiento (art. 554). La matización, por su parte, se cifra en que, si bien los relacionados por el art. 452 CC son, desde luego, los requisitos genéricos de validez necesarios para que el contrato se constituya, esto no significa que la ley no pueda exigir además otros complementarios respecto de determinados tipos contractuales, como, por ejemplo, la entrega de las cosas que constituyan su objeto (caso de los contratos “reales”).
2. El consentimiento: autocontratación, capacidad y vicios. Como ya se sabe, el art. 450 CC establece que el contrato existe desde que dos o más personas se ponen de acuerdo para constituir, modificar o extinguir entre sí una relación jurídica, lo que equivale a decir que esta clase de negocio jurídico existe desde que una o varias personas “consienten” en obligarse, respecto de otra u otras, a dar alguna cosa, prestar algún servicio o abstenerse de hacerlo. Por tanto, el consentimiento de los contratantes al que se refiere el art. 452 no es sino el acuerdo de voluntades de dos o más individuos sobre el tipo de transacción que pretenden efectuar (su “causa”) y el objeto de la misma.
A) Autocontratación. Nótese que en esta descripción del elemento consensual va implícita la idea de que, al existir en todo contrato cuando menos dos partes negociales, las correspondientes declaraciones de voluntad serán emitidas por dos o más sujetos. Sin embargo, el CC boliviano admite el fenómeno de la “autocontratación”, el cual tiene lugar cuando el acuerdo de voluntades en que consiste el consentimiento contractual proviene de un solo individuo que actúa, por un lado, en nombre e interés propio y, por otro, en nombre de un tercero y como representante suyo (o que actúa en nombre de dos personas diferentes, representando a ambas). Mas la validez del contrato celebrado por el representante consigo mismo queda supeditada, bien a la existencia de una norma que expresamente lo permita, bien al asentimiento del representando, bien, en fin, a la inexistencia de un conflicto de intereses con este último (art. 471). De donde se sigue que, en tales hipótesis, no existe obstáculo alguno para aceptar el “autocontrato” o “contrato del representante consigo mismo”. Téngase en cuenta, por otra parte, que, tratándose de representación voluntaria, la autorización por el representado al autocontrato puede ser tanto expresa como tácita, y que no tiene que ser necesariamente previa, pues cabe asimismo la ratificación ulterior una vez haya sido celebrado.
B) Capacidad. El consentimiento contractual solo puede ser prestado en forma válida por las personas que ostenten la correspondiente capacidad (definida en la sección II de este mismo capítulo II: arts. 483 y 484), a saber, los mayores de edad que no estén sujetos a interdicción, que no incurran en prohibición legal alguna en relación con el contrato en cuestión (vid., p. ej., arts. 386, 591, 592, 662, 719 y 1232 CC) y que se hallen en pleno uso de sus facultades mentales al momento de la celebración, pues, si el sujeto fuese en ese instante incapaz de entender y querer el acto, este será anulable como resulte de él grave perjuicio para el autor y exista mala fe por el otro contratante (vid. arts. 484.II y 554.2 y 3). Lo que tanto quiere decir como que, para que el consentimiento contractual pueda entenderse eficazmente emitido, es necesario que el emisor disfrute de una auténtica aptitud natural que le permita comprender y desear el acto, de forma que han de considerarse inválidos los contratos celebrados por aquellas personas que, aun no sujetas a interdicción, no puedan, al instante de su otorgamiento, gobernarse por sí mismas a causa de una enfermedad o de una deficiencia de carácter físico o psíquico.
C) Vicios. Puede suceder que la voluntad negocial de alguna de las partes contratantes (o la de ambas) se haya formado a partir de un defectuoso conocimiento de la realidad, sea esta equivocación espontánea (p. ej., el comprador creía estar adquiriendo un caballo apto para la monta, cuando no era así), sea provocada (p. ej., al comprador se le hizo creer que el animal era apto para tal fin, no siéndolo). O, también, que dicha voluntad se haya obtenido del sujeto a base de someterlo a coacciones físicas o psíquicas. Pues bien, cuando concurre alguna de estas circunstancias en la formación del consentimiento contractual se dice que el mismo está “viciado”, ya que carece de alguna de las cualidades que se estiman propias del que se halla correctamente conformado: consciencia, racionalidad y libertad.
Precisamente, el Código sistematiza el tratamiento de los vicios que pueden afectar a la voluntad contractual en torno a aquellos dos ejes: la falta de conocimiento de la verdadera realidad, de un lado, y la falta de libertad padecida por alguno de los contratantes, de otro. Dentro de la primera hipótesis caerían el error y el dolo. Dentro de la segunda, la violencia y la intimidación. Y lo hace para dispensar protección a la parte que ha sufrido el vicio. No en vano establece el art. 554.4 que será anulable el contrato “[p]or violencia, dolo o error sustancial sobre la materia o sobre las cualidades de la cosa” que constituya su objeto.
Sin embargo, ha de tenerse muy presente que, frente a lo que podría sugerir la letra de este precepto, la tutela jurídica atribuida al sujeto afectado por el vicio no es incondicional; es decir, el Código únicamente se la confiere cuando tal vicio reviste unas determinadas características y cuando reúne ciertos requisitos legalmente preestablecidos, como se verá en el lugar oportuno. Lo que se aparece de todo punto lógico cuando las cosas se observan desde el ángulo de la estabilidad del tráfico jurídico y se repara en la obviedad de que, en el contrato, hay dos partes con intereses contrapuestos, de modo que el legislador también ha de prestar atención a los propios de la otra. Así, el sacrificio de estos o, lo que es igual, el perjuicio que se seguiría del decaimiento del negocio para el contratante que no sufrió el vicio a consecuencia de la reclamación de quien sí lo hizo no siempre se reputa admisible, sino que, antes bien, se supedita a una adecuada ponderación de las circunstancias del supuesto de hecho.
3. El objeto. Este es el segundo de los requisitos esenciales del contrato a tenor del art. 452 CC. Del régimen jurídico que los arts. 485 a 488 dedican a este elemento contractual se colige que, mediante tal expresión, el Código entiende referirse a las cosas (o servicios: vid., p.ej., art. 732) sobre los que recae el consentimiento de las partes, es decir, a las realidades materiales (de carácter físico o jurídico) sobre las cuales pactan y que son el objeto directo de la prestación comprometida (la cual, a su vez, conforma el objeto de la obligación asumida). Sin embargo, el objeto del contrato debe reunir determinadas cualidades. Más concretamente, y como se verá en su momento, debe ser posible, lícito y ha de estar determinado o, cuando menos, ser determinable (art. 485), aunque no tiene por qué tener una existencia actual, pues, según indica expresamente el CC (art. 488), es admisible que el convenio recaiga sobre cosas “futuras”. De hecho, es obvio que los servicios revisten siempre y necesariamente ese carácter.
Por otra parte, no estará de más indicar que existe una añeja polémica en torno a qué haya de entenderse exactamente por “objeto” del contrato, ya que la idea de reducir el significado de este vocablo a las “cosas” y a los “servicios” no condice bien con ciertos tipos contractuales, tales como aquellos que versan sobre un derecho subjetivo o una acción (p. ej., cesión de créditos) o sobre una controversia o un litigio (transacción). De ahí que, a fin de abarcar estas otras hipótesis, se haya procedido a una dilatación de aquel concepto, postulándose la identificación del objeto, ora con la prestación (que es, en puridad, el objeto de la obligación), ora con la propia obligación contractual (que es, en realidad, el efecto inherente a este tipo de negocio jurídico), ora, más ampliamente, con la materia o la realidad social que las partes acotan como base del convenio. Sea lo que fuere, lo cierto y verdad es que la función normativa del objeto contractual es más bien reducida y se limita a cumplir el papel de elemento bajo el cual se colocan los problemas de imposibilidad y determinación, ya que, cuando se habla del carácter lícito del objeto, no se hace otra cosa que reiterar uno de los límites de la autonomía de la voluntad (vid. art. 454.II). Nótese, además, que según el Diccionario panhispánico del español jurídico “cosa” es toda “[e]ntidad material o inmaterial que tenga una existencia autónoma y pueda ser sometida al poder de las personas como medio para satisfacer una utilidad generalmente económica”, de modo que dentro de dicho término entran (como indica autorizada doctrina española) las más variadas realidades: las cosas u objetos corporales propiamente dichos; las energías naturales; las creaciones del ingenio, la obra intelectual, el invento; las situaciones de poder de las que los sujetos son titulares; el comportamiento de las personas en cuanto puede proporcionar una utilidad o un valor económico o servicios; el dinero; determinadas universitates iuris; los títulos-valores; etc.
4. La causa. El requisito contractual de la causa suele identificarse con la razón que mueve a las partes a contratar; o sea, con el fin o el resultado que estas pretenden conseguir a través del contrato y para lo que buscan o esperan el amparo del ordenamiento jurídico. Dentro de esta perspectiva, es además habitual distinguir entre dos clases de causa: una “objetiva” y otra “subjetiva”. La primera no sería sino la función económico-social que el contrato está llamado a satisfacer (AS 252/2013, de 17 de mayo; AS 652/2014, de 6 de noviembre; AS 685/2014, de 24 de noviembre; AS 9/2017, de 17 de enero) y se identificaría, entonces, con el tipo de transacción que las partes desean efectuar: en la compraventa, el intercambio de cosa por precio; en el arrendamiento, el intercambio de uso del bien por una renta; etc. En cambio, la segunda aludiría a los motivos o propósitos particulares que han podido incidir en la celebración del contrato y que han de adquirir relieve jurídico en esa calidad –en la de causa del contrato- si concurren determinadas circunstancias y presupuestos, y así, muy señaladamente, en lo que hace a la determinación de su licitud: nótese, en efecto, que el control ético y de legalidad del contrato pasa necesariamente por el examen de los motivos individuales que indujeron a las partes a celebrarlo, pues, en tanto tenga un objeto permitido, su naturaleza ilícita únicamente podría provenir de la torcida intención de aquellas (AS 467/2019, de 3 de mayo).
Evidentemente, el móvil avieso dará lugar a la invalidez del negocio solo cuando pueda reputarse incorporado a él, o sea, cuando revista un carácter determinante (o impulsivo) y sea compartido por ambos contratantes (art. 490). Por el contrario, los deseos o expectativas que hayan empujado a uno solo de ellos o que, aun impulsando a los dos, no hayan llegado a caracterizar el contrato –a dotarle de un especial sentido- son, a estos efectos, indiferentes (AS 652/2014, de 6 de noviembre). Dicho con palabras de la jurisprudencia española: los móviles que hayan llevado a las partes a celebrar el contrato son irrelevantes en tanto no hayan trascendido de la esfera interna de cada una de ellas para dar sentido al pacto. Pero, si hubiesen trascendido y se hubiesen convertido en la finalidad práctica o empírica, concreta, perseguida con la celebración del contrato y determinante de tal celebración, resultarán elevados a la categoría de causa de este. En definitiva, es el resultado o propósito común (o, al menos, el buscado por uno de los contratantes y conocido y aceptado por el otro) el que, elevado a la condición de presupuesto esencial, puede llegar a inficionar el negocio (vid., en similar sentido, AASS 252/2013, de 17 de mayo, y 702/2021, de 4 de agosto).
Sin embargo, tal y como se reiterará más adelante, cuando la palabra “causa” se emplea en cualquiera de los dos sentidos recién descritos, en realidad no se está designando un elemento contractual diferente al contemplado en el apartado primero del art. 452, es decir, diferente al consentimiento. Pues cuando aquella se identifica con el resultado que las partes pretenden conseguir, o con el porqué (la razón) de la realización del contrato o, más sintéticamente, con el propósito negocial (lícito o ilícito), en puridad se la termina por identificar con el contenido de la voluntad de los contratantes, dado que no es conceptualmente posible escindir la pura voluntad de obligarse (consentimiento), de un lado, y la razón por la que uno se obliga (la causa), de otro: una tal separación equivale a imaginar dicha voluntad como un quid aséptico e incoloro, cuando es evidente que el consentimiento no puede ser concebido como un deseo ciego o una afirmación sin predicado, en espera de una operación jurídica (una “causa”) sobre la cual recaer. Expresado de otra forma: la razón para contratar es un hecho psíquico integrado en el consentimiento, de modo que no cabe que el sujeto quiera algo en relación a tal o cual objeto, pero en vacío, como si su voluntad quedase indeterminada hasta la aparición de la “causa”. Como ejemplifica autorizadísima doctrina española, si alguien compra o dona una vaca, no es posible (ni aun útil) descomponer la operación en un acto de voluntad ciego (consentimiento), en relación a un objeto (la vaca), queriendo celebrar una venta o una donación (causa). Por el contrario, el consentimiento solo puede concebirse concretamente dirigido a algo: a la venta o a la donación, o al empleo de un tal contrato para la consecución de un fin contrario al ordenamiento. Así se reconoce, por lo demás, por quienes defienden la autonomía de la causa como elemento estructural del contrato cuando aseveran que esta es “lo efectivamente querido por los contratantes” o “aquello en lo que se consiente” o, en fin, “la función concreta querida efectivamente por los autores del negocio”, ya que ¿cabe acaso un consentimiento sobre la nada?
5. La forma. En el ordenamiento civil boliviano los contratos se perfeccionan como regla general por el mero consentimiento, de manera que, a salvo la necesidad de un objeto y de una “causa” (elemento, este último, que, se reitera, debe juzgarse redundante respecto del primero), no se exige la concurrencia de ningún otro requisito en orden a su eficacia. La única excepción a esta regla (y de ahí la precisión final del art. 452 CC) viene representada por los contratos formales o solemnes, que son aquellos cuya existencia queda condicionada, bien por disposición de la ley (art. 493.I), bien por acuerdo de las partes (art. 493.II), al hecho de que la voluntad contractual se exprese mediante el empleo de una forma concreta. Es solo entonces cuando ha de añadirse a los anteriores un nuevo elemento esencial para la validez del negocio, que no es otro, claro está, que el de la forma, siempre que la misma venga impuesta ad solemnitatem, ad sustantiam o ad essentiam (como requisito de validez), y no meramente ad probationem o ad utilitatem (a efectos de prueba o de mera utilidad): en efecto, hay ciertos casos en los que el legislador ordena la concurrencia y satisfacción de este requisito adicional en atención, sobre todo, a su función profiláctica, es decir, bien a fin de estimular una adecuada reflexión por parte de los contratantes sobre las obligaciones que van a contraer en negocios de especial trascendencia —ante todo, por su enjundia patrimonial—, bien al objeto de obstaculizar posibles propósitos fraudulentos y garantizar la protección de terceros ajenos al contrato.
Gorka Galicia Aizpurua