Código Civil Bolivia

Sección III - De la anulabilidad del contrato

Artículo 554°.- (Casos de anulabilidad del contrato)

El contrato será anulable:

  1. Por falta de consentimiento para su formación.
  2. Por incapacidad de una de las partes contratantes. En este caso la persona capaz no podrá reclamar la incapacidad del prohibido con quien ha contratado.
  3. Porque una de las partes, aun sin haber sido declarada interdicta, era incapaz de querer o entender en el momento de celebrarse el contrato, siempre que resulte mala fe en la otra parte, apreciada por el perjuicio que se ocasione a la primera según la naturaleza del acto o por otra circunstancia.
  4. Por violencia, dolo o error sustancial sobre la materia o sobre las cualidades de la cosa.
  5. Por error sustancial sobre la identidad o las cualidades de la persona cuando ellas hayan sido la razón o motivo principal para la celebración del contrato.
  6. En los demás casos determinados por la ley.

Actualizado: 14 de abril de 2024

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Comentario

1. Supuestos o causas de anulabilidad. Introducción. Pese al carácter esencial del consentimiento como requisito para la formación del contrato (art. 452.1 CC), no toda deficiencia o irregularidad en el mismo lleva aparejada la nulidad de pleno derecho del negocio, sino que, en muchas ocasiones, el ordenamiento jurídico prevé un régimen de simple anulabilidad. Así ocurre, p. ej., cuando la voluntad negocial de alguna de las partes contratantes está viciada, lo que puede responder: i) a la falta de conocimiento de la verdadera realidad (error; dolo); o ii) a la falta de libertad en la formación del consentimiento, es decir, a la obtención de la voluntad del sujeto a través de la coacción física o psíquica (violencia; intimidación). Junto a los anteriores, llamados vicios del consentimiento, y que pueden dar lugar a la anulación del contrato a salvo el error esencial sobre la naturaleza u objeto del contrato (vid. comentario al art. 549 CC), la regulación acoge asimismo como causales para pedir este tipo de nulidad la minoría de edad y la incapacidad del contratante de querer o entender (en general, los defectos de capacidad de obrar para contratar) y la “falta de consentimiento” para la formación del contrato, lo que la jurisprudencia ha reconducido (salvando así la aplicabilidad del precepto) al ámbito de los contratos celebrados sin legitimación o sin poder de disposición, incluidos aquellos en los que falta el consentimiento del cónyuge de uno de los contratantes cuando su intervención sea preceptiva.
Para todos estos supuestos, el Código Civil trata de tutelar los intereses de la persona afectada mediante el régimen de la anulabilidad, es decir, poniendo a su disposición la posibilidad de impugnar el acto o, en su lugar, de subsanarlo. Y, ora por la menor gravedad que se asocia en estos casos al defecto de que adolece el negocio, ora por el interés que el ordenamiento jurídico trata de amparar (el privado o particular del sujeto protegido por la norma), la acción de anulabilidad se sujeta aquí a un término de prescripción (art. 556 CC), a diferencia de la nulidad, cuya acción es imprescriptible, precisamente porque el vicio de invalidez del acto se reputa insubsanable (AS 691/2018, de 23 de julio).
2. La ausencia de consentimiento para la formación del contrato. El art. 450 CC establece que el contrato existe desde que dos o más personas se ponen de acuerdo para constituir, modificar o extinguir entre sí una relación jurídica, es decir, desde que “consienten” en obligarse, respecto de otra u otras, a dar alguna cosa, prestar algún servicio o abstenerse de hacerlo.
Como se ha puesto de manifiesto en otro lugar de esta obra (vid. comentario al art. 453 CC), cuando se alude al consentimiento como ingrediente del contrato se hace referencia a tres cuestiones que es preciso diferenciar: i) a la voluntad interna de cada uno de los contratantes, es decir, a su querer individual y al fin que guía ese querer; ii) a la declaración que cada uno de los contratantes emite, a través de la cual exterioriza aquella voluntad interna y la da a conocer al otro contratante y a los terceros; y iii) a la voluntad común de los contratantes, es decir, a la zona donde ambos quereres, encauzados a través de las respectivas declaraciones, coinciden.
Pues bien, el contrato se identifica justamente con esta zona de coincidencia, ya que lo que habría, si las voluntades o las declaraciones no coincidiesen, sería disenso o desacuerdo, pero no contrato. Este solo nace y, por tanto, las partes solo quedan obligadas a cumplir tanto lo expresamente pactado como todas las consecuencias que, según la naturaleza del contrato, sean conformes a la buena fe, al uso y a la ley, cuando la intención común de los contratantes coincida, lo que acontece, a tenor de los arts. 455 y ss. CC, desde el momento en el que se produce el concurso de la oferta y de la aceptación sobre el objeto y la causa (la función económica) que han de constituir el contrato. Oferta y aceptación son, por tanto, las respectivas declaraciones de voluntad que las partes se dirigen recíprocamente a fin de comunicar su deseo de quedar contractualmente vinculadas, de manera que solo una vez acaecida su concurrencia cabrá reputar perfeccionado el negocio.
Con esto quiere decirse que, pese a lo que podría sugerir la letra de este precepto, la falta de consentimiento como causa de anulabilidad del contrato no puede relacionarse con la ausencia de oferta y aceptación, pues, en ese caso, el contrato no habría quedado perfeccionado y ningún remedio jurídico cabría reconocer a las partes para impugnar su constitución. En otras palabras, la nulidad y anulabilidad solo entran en juego cuando se produce una falla en la estructura del contrato simultánea a su formación.
Lejos de ese supuesto, cabe también recordar cómo el consentimiento conforma el requisito fundamental para la existencia del contrato, en la medida en que a él pueden reconducirse los dos elementos adicionales a los que se refiere el art. 452.2 y 3 CC: el objeto, entendido como la cosa o servicio sobre el que recae el consentimiento de las partes, es decir, como la realidad material (de carácter físico o jurídico) sobre la cual pactan; y la causa, que, concebida como el resultado que las partes pretenden conseguir o porqué de la realización del contrato, se identifica, en puridad, con el contenido de la voluntad de los contratantes, dado que no es conceptualmente posible escindir la pura voluntad de obligarse (consentimiento), de un lado, y la razón por la que uno se obliga (la causa), de otro (vid. el comentario al art. 452 CC). Quiere con ello decirse que la “falta de consentimiento” se presenta, entonces, en numerosas ocasiones, como una razón que determina en realidad la nulidad de pleno derecho del contrato; así, p. ej., en los supuestos de causa o motivo ilícito (art. 549.3 CC) o cuando las partes contratantes yerran sobre la naturaleza o sobre el objeto del contrato (art. 549.4 CC) pues, en esta hipótesis, no hay propiamente “contrato” porque las voluntades de una y otra parte no se encuentran.
Excluido, de este modo, que el Código esté aludiendo aquí al disenso, a la declaración contractual falsificada e incluso a la simulación (que cuenta con un régimen jurídico propio: vid. arts. 543 a 545 CC), debe dilucidarse cuál es el concreto supuesto de hecho al que se asocia aquí el remedio de la anulabilidad. El Tribunal Supremo de Justicia se ha pronunciado al respecto y ha venido a puntualizar que esta causal de anulabilidad contempla esencialmente aquellos casos en los en que, p. ej., un cónyuge transfiere un bien inmueble de carácter ganancial sin el consentimiento de su cónyuge, por lo que este último estaría legitimado para validar esa transferencia o para impugnarla por “ausencia de su consentimiento”; o en el caso de que se le confiera poder a una persona para hipotecar un bien inmueble y este mandatario vaya más allá de lo dispuesto en su mandato, transfiriendo el bien, acto que implicaría la “ausencia de consentimiento” del legitimado para disponer la venta del bien inmueble (AS 231/2016, de 15 de marzo, con cita del AS 275/2014, de 2 de junio).
La misma doctrina viene a reiterar el AS 1396/2016, de 5 de diciembre, el cual, apoyándose en el AS 196/2012, de 28 de junio, sostiene que en una interpretación sistemática de los arts. 116 y 5 del Código de Familia (hoy art. 192 CFPF) con relación al art. 554.1 CC, la acción adecuada para invalidar las transferencias de bienes gananciales realizadas por uno solo de los cónyuges, es la anulabilidad por falta de consentimiento y no así la nulidad (en el mismo sentido vid. AS 605/2017, de 12 de junio; AS 903/2017, de 29 de agosto). Mismo fundamento que sirve, como ya anticipábamos, para impugnar el contrato celebrado sin poder de representación (apoderada que transfiere un bien inmueble sin que la poderdante hubiese emitido de manera expresa su consentimiento: AS 739/2016, de 28 de junio) o para atacar los contratos celebrados sobre la cosa común sin el consentimiento de todos los comuneros (enajenación llevada a cabo por algunos de los coherederos sin contar con la anuencia de todos ellos: AS 329/2018, de 2 de mayo).
Aunque se trata de supuestos ciertamente polémicos, el régimen de la anulabilidad permite que el interesado (cónyuge, mandatario o comunero cuyo consentimiento ha sido excluido) pueda confirmar el contrato si resulta de su interés, lo que casa mejor con la anulabilidad como remedio que con la invalidez insubsanable en que consiste la nulidad absoluta. Así lo contempla expresamente el art. 821.II CC en materia de mandato, al disponer que el mandante “no está obligado a lo que el mandatario haya hecho excediéndose de las facultades conferidas, sino cuando lo haya ratificado expresa o tácitamente”. Ratificación que vendría a equipararse aquí a la confirmación que enuncia el art. 558 CC (AS 932/2019, 17 septiembre).
3. Los vicios del consentimiento. El contrato, en tanto que acuerdo de voluntades que es, exige que la voluntad de cada una de las partes contratantes se haya formado de manera consciente, racional y libre. Cuando no sucede así, esto es, cuando se ha formado defectuosamente, ya sea debido a un conocimiento erróneo de la realidad (inducido o no), ya sea porque el sujeto contratante no puede decidir con libertad, se entiende que estamos ante un “vicio del consentimiento” o “vicio de la voluntad”. El Código Civil los enumera en el art. 473 (error, violencia y dolo) y los regula en los preceptos siguientes (arts. 474 a 482 CC). En estas hipótesis, a diferencia de lo señalado en el apartado anterior, hay propiamente consentimiento, en la medida en que el contratante tiene una voluntad interna de contratar que coincide con la voluntad declarada. El problema reside, entonces, en que la misma se ha conformado de manera incorrecta, lo que determina que ese contratante precise de tutela jurídica.
Sin embargo, no toda incorrecta formación de la voluntad interna constituye vicio del consentimiento, ni la tutela jurídica atribuida al sujeto afectado es incondicional; antes bien, para que sea jurídicamente relevante, el vicio debe reunir ciertos requisitos legalmente preestablecidos (así, el error ha de ser sustancial; la violencia ha de provocar un temor considerable y presente, etc.). De esta guisa, se protege al contratante que ha sufrido el vicio no solo por haberlo padecido sino también porque confluyen otros factores que hacen que el legislador estime justo reconocerle la posibilidad de desvincularse del contrato, teniendo en cuenta, por lo demás, que en el mismo hay dos partes con intereses contrapuestos y, por tanto, que también deben ponderarse los de la parte que no haya sufrido el vicio y que va a verse afectada por la pérdida de eficacia del mismo.
A) La violencia. La violencia como vicio del consentimiento está regulada en los arts. 477 a 481 CC. Aunque la norma no define qué se entiende por violencia, cabría señalar que la misma concurre cuando un contratante consiente la celebración del contrato, no de forma libre, sino a causa del temor provocado por la amenaza injusta de sufrir, en su persona o bienes (o en la persona o bienes de sus parientes más cercanos), un mal considerable y presente; amenaza que tiene su origen en la coacción moral o intimidación y que conduce al sujeto a celebrar el contrato por entender que no le esta más alternativa, al verse obligado a elegir entre dos males: aquel con el que se le amenaza o el que supone concluir el contrato, que no desea o no en esas condiciones.
Precisamente por la coacción a la que es sometido y que lleva al sujeto a emitir su consentimiento sin libertad, el ordenamiento jurídico le reconoce la facultad de impugnar el contrato y obtener su nulidad, para lo que dispone de un plazo de cinco años, que comienza a correr desde el momento en el que cesa la violencia (art. 556.II CC), sin perjuicio de otros efectos que pueda provocar la concurrencia de la violencia, tales como la incapacidad para suceder por causa de indignidad (art. 1009.5 CC).
Sin embargo, no todo contrato celebrado por temor a sufrir un mal puede ser impugnado, pues, junto con la situación de la víctima, ha de valorarse también el principio de estabilidad del tráfico jurídico, que impone, en la medida de lo posible, la conservación de la eficacia de los contratos. Es por ello que el Código exige la concurrencia de ciertos requisitos para que pueda considerarse que existe una intimidación relevante desde el punto de vista jurídico, a saber: i) que uno de los contratantes haya prestado consentimiento en un estado de temor racional y fundado, es decir, que el temor, lejos de ser insignificante, sea “razonable” atendiendo a las circunstancias y, en particular, a la “edad y condición de la persona”, lo cual se toma como parámetro de referencia a la hora de ponderar si cualquier “persona razonable” que se hallase en la misma situación y condiciones que la víctima, encontraría, de igual modo, fundado el temor (art. 478 CC); ii) que el temor tenga su origen en la amenaza de un mal “considerable” -es decir, grave o, al menos, de mayor entidad que el mal que provoca la celebración del contrato- y “presente” -en el sentido de inminente o próximo, que impida a la víctima zafarse-, que vaya a suponer una situación desfavorable para la persona o bienes del contratante, su cónyuge, descendientes o ascendientes (arts. 478 y 479 CC); iii) que la amenaza sea dolosa o culposa, provocada por el otro contratante o por un tercero (art. 477 CC), aunque, tratándose de este último, el AS 939/2019, de 23 de septiembre, exige que lo haga a nombre del contratante; y, por último, iv) que la amenaza tenga carácter injusto y antijurídico, lo que comprende, de un lado, que el mal sea propiamente injusto (en el sentido de contrario a Derecho) pero, también, de otro lado, que siendo la amenaza lícita (p. ej., el ejercicio de una acción civil) sea, a su vez, injusta, lo que podría ocurrir cuando el resultado que se obtiene por medio del contrato no guarda equivalencia con el resultado que se podría obtener con el ejercicio lícito de su derecho o facultad (art. 481 CC). De todo lo anterior se colige, en definitiva, que el temor reverencial sea irrelevante a efectos de anular el contrato (art. 480 CC) pues ni es provocado por otro sujeto, en la medida en que depende de la percepción subjetiva que tiene el atemorizado, ni existe una amenaza injusta, en el sentido descrito.
En cualquier caso, la carga probatoria recae sobre quien alega haber padecido la violencia, que ha de demostrar todos los eventos de amenaza o coacción (violencia) que presuntamente habrían generado la suscripción del contrato impugnado, no siendo bastante, p. ej., la condición de privado de libertad, por sí misma, para entender que dicho sujeto haya sido víctima de presiones o coacciones para la suscripción del negocio, sino que es preciso demostrar, entre otras cosas, las visitas a prisión de los terceros que presuntamente habrían ejercido violencia; en este sentido, vid. el AS 939/2019, de 23 de septiembre.
B) El dolo. Prescribe el art. 482 CC que “el dolo invalida el consentimiento cuando los engaños usados por uno de los contratantes, son tales que sin ellos el otro no habría contratado”, de donde se infieren los dos requisitos cuya concurrencia exige la apreciación de dolo a efectos de anular el contrato: i) una conducta antijurídica (activa u omisiva) de un contratante, que se concreta en el empleo de palabras o maquinaciones insidiosas o en guardar silencio, contrariamente a las exigencias de la buena fe (en definitiva, un engaño); y ii) que provoque en el otro contratante un error, llevándole a celebrar un contrato que, de otro modo, no hubiera realizado.
Como ocurre en el supuesto anterior, el bien jurídico que se trata de proteger aquí es la libertad del contratante, que queda debilitada cuando su voluntad es captada por el otro sujeto interviniente en el negocio jurídico. Sin embargo, a diferencia de la violencia o el error, en la que se toma en consideración principalmente la situación de la víctima (que padece el error o presta el consentimiento atemorizada), aquí se parte del carácter reprobable que quien adopta una conducta que claramente contraría el ordenamiento jurídico.
Sin embargo, dolo y error aparecen en muchas ocasiones interconectados, pues, en efecto, el dolo se manifiesta habitualmente como el engaño que provoca un error en el otro contratante, de suerte que, en esos casos, el dolo no es sino un error inducido por la mala fe de la otra parte. Con todo, puede suceder que se aprecie la existencia de dolo sin que este provoque error en quien es víctima del engaño; así sucede, p. ej., cuando la conducta dolosa consiste en aprovecharse uno de los contratantes de mala fe de la situación de debilidad de la otra parte para captar su voluntad, sin inducirlo necesariamente a error. Sea como fuere, y aunque en ocasiones concurren de forma simultánea, se trata de dos vicios del consentimiento distinto, cuyo régimen jurídico es, asimismo, dispar.
El dolo como vicio invalidante exige la concurrencia de los siguientes requisitos: i) que exista una conducta, activa u omisiva, dolosa, dirigida a obtener la declaración contractual; ii) que mediante dicha conducta dolosa se capte la voluntad del otro contratante, que presta consentimiento sin total libertad o conocimiento de la realidad; iii) que exista un nexo causal entre la conducta dolosa y la celebración del contrato; y iv) que el dolo, que ha ser causado por el otro contratante (y no por un tercero) sea grave y determinante de la celebración.
En ese sentido, el AS 1253/2018, de 11 de diciembre, hace suyos los criterios del doctrinario Carlos Morales y exige prueba en torno a los siguientes extremos, recién enunciados: “i) la intención de perjudicar, mediante la manifestación de un voluntad directa para ocasionar el perjuicio; b) la gravedad en los engaños o artificios fraudulentos, suficientes para sorprender la buena fe del otro contratante; c) la relación lógica de causa a efecto entre el dolo y el contrato, cuya ausencia no haría anulable el contrato y correspondería al dolus incidens, susceptible de un simple resarcimiento de daños; y d) los engaños dolosos deben ser obra del otro contratante”. El AS 927/2015, de 14 de octubre, por su parte, sostiene que el dolo se clasifica, desde el punto de vista de su comisión: “1) Por acción, que puede ser directo, cuando una de las partes del negocio jurídico quien induce a error o mantiene en él a la otra parte; e indirecto: cuando se utiliza a una tercera persona para inducir o mantener en error a una de las partes, y 2) Por omisión (dolo pasivo), al callar, no advertir, para provocar el engaño, cuando esos hechos son de conocimiento de la parte que calla y sobre los cuales la parte no habría contratado, lo que quiere decir, que el deceptor ha infringido un deber de comunicación consagrado por la norma”. Sin embargo, por lo que hace en particular al contrato de venta, no puede existir dolo en la determinación del precio, pues el mismo es fijado por ambas partes contratantes (cfr. art. 611 CC), sino que “generalmente en el contrato de venta el dolo negativo (dolo pasivo) se encuentra en el vendedor pues es en poder de este todo el conocimiento del bien que será vendido”, y que el mismo podría contener características negativas que podrían cambiar la decisión del comprador. En definitiva, “a esa omisión de manifestar sobre las características negativas es que se refiere el dolo negativo (dolo pasivo), al silencio de no advertir al comprador sobre esas características negativas”.
En relación con la omisión del deber de información, es frecuente plantear también la anulación por dolo de operaciones bancarias realizadas por una entidad de crédito; es lo que sugiere el Tribunal Supremo de Justicia que procedería en el AS 932/2019, de 17 de septiembre, en el que, sin embargo, al acción se plantea erróneamente, pues si la demanda se funda en que el banco actuó de mala fe al hacerle creer que con la reprogramación de la deuda con fondos refinanciados, dentro el programa de fondo especial de reactivación económica, podrían beneficiarle, debería haberla incardinado en la causal de anulabilidad que aquí se reseña y no, en cambio, en la causa ilícita o motivo ilícito que aboca a la nulidad de pleno derecho.
En fin, acreditado de forma inequívoca por quien alega el dolo el concurso de los anteriores requisitos, el dolo implica que el contrato sea anulable, es decir, que quien lo ha padecido disponga de un plazo de cinco años para impugnar el contrato desde que se descubre el dolo (art. 556.II CC), e igualmente faculta a la víctima a interesar la indemnización de los datos causados, en el caso de que efectivamente se hayan producido (art. 984 CC).
C) El error sustancial sobre la materia o las cualidades de la cosa, o sobre la identidad o cualidades de la persona, cuando hayan sido la razón o motivo principal para la celebración del contrato. El error como vicio del consentimiento está regulado en los arts. 474 a 476 CC. Pese a que el legislador no define qué deba entenderse por “error”, el mismo consiste en una falsa representación de la realidad que conduce al sujeto que incurre en ella a formar su voluntad contractual sobre la base de esa apreciación errónea, de suerte que, de haberse representado mentalmente la realidad tal y como es, no hubiera celebrado el contrato o no en esas condiciones. Es por ello que en estos casos se entiende que el consentimiento del sujeto está viciado, en la medida en que se ha formado de manera inexacta al partir de un inexacto conocimiento de la realidad.
Ahora bien, de la misma forma que sucede con los restantes vicios del consentimiento, no todo error que padece un contratante en la formación de su voluntad contractual es jurídicamente relevante, pues resulta igualmente relevante atender a otras circunstancias, como la seguridad del tráfico, máxime cuando en esta hipótesis, a diferencia de lo que ocurre en la violencia o dolo, no es preciso un comportamiento ilícito o antijurídico de otro sujeto, con lo que se presenta un conflicto de intereses que el Derecho es llamado a resolver: de un lado, el interés de quien sufre el error de desvincularse del contrato; y, de otro, el interés del otro contratante de mantener su eficacia. Se dice, por ello, que el error es una forma de distribuir entre los contratantes el riesgo de una falta o deficiente información, que provoca en uno de los sujetos una consideración errónea de la realidad, y, en concreto, quién ha de responder por la misma. A tal fin, se debe atender: i) a la transcendencia que para las partes y, en particular, para el contratante que yerra, tiene el elemento sobre el que recae el error; y ii) a la conducta de los contratantes, para determinar si puede imputarse el error a quien lo ha sufrido, si es compartido por las partes, si lo provocó el otro contratante, etc.
Para que exista un error que faculte al contratante que lo ha sufrido a solicitar la anulación del contrato es preciso que cumpla dos requisitos, a saber: que sea esencial y excusable. Así, el error será esencial (o “sustancial”) cuando recaiga sobre elementos que puedan ser considerados “presuposiciones del contrato”, es decir, cuando integren la representación de la realidad que se refleja en el contrato, lo que dependerá: i) de que los motivos que conducen a las partes a celebrarlo hayan sido reflejados en el mismo, dejando de ser meras expectativas subjetivas e incorporándose a la “causa”; o ii) de que la magnitud y significado del error pueda ser valorado conforme a los parámetros económico-sociales que derivan de la ley, los usos sociales y la buena fe.
Además de esencial, el error ha de ser también excusable, es decir, no imputable a quien lo ha padecido, pues no lo ha advertido pese a actuar con una normal diligencia, lo que implica, en definitiva, que no pudo haberlo evitado. Para apreciar la excusabilidad del error se toma en consideración, por tanto, que el contratante –víctima del error– haya empleado la diligencia normalmente exigible, pero también, que el comportamiento del otro contratante haya sido de tal naturaleza que sea razonable imputarle el error a él (p. ej., cuando el error sea conocido por él y guarde silencio, contrariamente a los dictados de la buena fe; cuando no sea conocido pero sí sea recognoscible para él; o cuando directamente lo haya provocado o inducido).
Sentado lo anterior, debemos abordar sobre qué materias en concreto puede recaer el error. Así, el Código distingue el error sobre el objeto, el error sobre la persona y el error de cálculo. Sin embargo, mientras los dos primeros son jurídicamente relevantes, el tercero no lo es, pues, tratándose de un error en las operaciones de cálculo, puede subsanarse fácilmente mediante una simple operación aritmética y no constituye, por tanto, un vicio del consentimiento que permita impugnar el contrato (art. 476 CC).
Por lo que hace al error sobre el objeto, el mismo puede recaer sobre la identidad, materia o cualidades del mismo; distinción en absoluto baladí si se tiene en cuenta que el Código prevé un remedio distinto en función de cuál sea el elemento afectado. Así, denomina “error esencial” al que recae sobre “la naturaleza o sobre el objeto del contrato”, mientras que reputa “sustancial” al que alcanza a la sustancia o a las cualidades de la cosa. Pero, nomenclatura aparte, debe tenerse en cuenta, como se ha puesto de manifiesto en otro lugar de esta obra (vid. el comentario al art. 549 CC) que el primero de ellos, el error sobre la naturaleza o sobre el objeto del contrato, determina su nulidad de pleno derecho, pues, lo que hay en esa hipótesis, es disenso o falta de encuentro entre las voluntades de una y otra parte. En efecto, el error esencial impide la formación del consentimiento o concurso de voluntades puesto que los contratantes, al realizar sus respectivas manifestaciones de voluntad, creen estar celebrando un negocio jurídico distinto (p. ej., una de las partes tiene en mente la venta de un bien y la otra, recibir el bien en donación), o bien que se refieren a cosas distintas (así, p. ej., una de las partes contratantes entiende estar comprando una casa debidamente construida y la otra parte piensa que está vendiendo un terreno sin construcción). En estos casos, las voluntades, en lugar de integrarse, se distancian y ello impide que se forme válidamente el contrato.
Sin embargo, el error que afecta a la sustancia o a las cualidades de la cosa es causa de anulabilidad del contrato y permite al contratante que ha padecido el error optar entre impugnar o confirmar el contrato. Ahora bien, para que pueda apreciarse esta circunstancia como vicio invalidante es preciso que las cualidades sobre las que se ha errado “sean determinantes del consentimiento” (art. 475.1 CC), es decir, que de algún modo hayan quedado incorporadas a la causa (que el error sea “compartido por las partes”: art. 475.1 CC; o, en palabras del AS 734/2019, de 31 de julio, que queden “determinadas dentro de las características descritas del bien inmueble, que corresponden al mismo bien inmueble objeto de la compra venta”) o, en fin, que se trate de cualidades, virtudes o características que afectan propiamente a la funcionalidad de la cosa o a su idoneidad para la utilidad que le es propia (p. ej., el error sobre la calificación urbanística de la finca vendida padecido por el vendedor, que determinaba su grado de edificabilidad y, por consiguiente, su valor económico; o el error sobre el destino que puede darse al local adquirido que provoca la frustración del fin del negocio jurídico; o el error sobre la habitabilidad de un inmueble, que no puede destinarse a vivienda sino solo a trastero; o el error sobre la autenticidad de la obra de arte que ha sido objeto del contrato, entre otros). Nótese, sin embargo, que en ocasiones será difícil deslindar cuándo estamos ante un error sustancial sobre la materia o las cualidades de la cosa, como causa de anulabilidad, y cuándo el error afecta propiamente al objeto del contrato y, por tanto, determina ex art. 549 CC la nulidad de pleno derecho del contrato.
Por último, el error in personam o error sobre la identidad o las cualidades del otro contratante solo será causa de invalidez del contrato cuando “aquella o estas hayan sido determinantes del consentimiento” (art. 475.2 CC). En el supuesto de error sobre la identidad, esto podría ocurrir cuando se trate de un contrato intuitu personae (celebrado en atención a una persona), lo que deberá probarse en unos casos e irá de suyo en otros, por la propia naturaleza del contrato (p. ej., el mandato) o por su gratuidad, pues en estos la identidad del otro contratante es, como regla general, relevante, en la medida en que siempre se pretende favorecer a alguien en concreto (cfr. art. 1158 CC sobre heredero nombrado por error sustancial). Pero el error jurídicamente relevante puede recaer también sobre determinadas cualidades de la persona, tales como, p. ej., sus conocimientos técnicos, cuando se hayan contratado sus servicios por razón de los mismos.
4. Los defectos de capacidad de obrar para contratar. El contrato, al ser el acuerdo de voluntades que genera efectos jurídicos entre las partes contratantes, erige dicha voluntad en un elemento constitutivo del mismo, razón por la cual es preciso, para que dicho contrato tenga plena eficacia, que este emane de quien tenga capacidad parar emitirla. La capacidad se entiende, por tanto, como la aptitud de una persona para ser titular de derechos (capacidad jurídica, que corresponde a todo ser humano por el mero hecho de serlo) y también como la aptitud para poder ejercer esos derechos sin la autorización o tuición de nadie. Esta segunda, la capacidad de obrar, no corresponde a todo sujeto por igual pues puede ocurrir que, por diferentes factores, como la edad o la falta discernimiento que implica una alteración de las facultades mentales, un sujeto sea incapaz de ejercerlos personalmente.
De ahí que el art. 5 CC señale que son incapaces de obrar: i) los menores de edad, a salvo el ejercicio por cuenta propia de la profesión para la cual se hallen habilitados mediante un título expedido por universidades o institutos de educación superior o especial, la administración y disposición del producto obtenido con su trabajo y, en general, las excepciones legales; así como ii) los interdictos declarados. Y, en el mismo sentido y por lo que hace a la contratación, en atención a esa falta de capacidad de obrar, prescribe el art. 484 CC que son incapaces de contratar: i) los menores de edad, los interdictos y, en general, aquellos a quienes la ley prohíbe celebrar ciertos contratos; y ii) las personas no sujetas a interdicción pero incapaces de querer o entender, al momento de celebrarse el contrato, cuyos actos se equiparan a estos efectos a los de una persona incapaz si de dicho contrato resulta grave perjuicio para el autor y hay mala fe del otro contratante.
El artículo que aquí se analiza viene, entonces, a complementar lo previsto en los arts. 5 y 484 CC. Pues, en efecto, a tenor del apartado segundo, el contrato será anulable “por incapacidad de una de las partes contratantes”, en cuyo caso la persona capaz “no podrá reclamar la incapacidad del prohibido con quien ha contratado”. Pero, además, será también anulable, en virtud del apartado siguiente, cuando una de las partes, aun sin haber sido declarada interdicta, fuese incapaz de querer o entender en el momento de la celebración del contrato, “siempre que resulte mala fe en la otra parte, apreciada por el perjuicio que se ocasione a la primera según la naturaleza del acto o por otra circunstancia”.
De esta guisa, a pesar de la rotundidad de los arts. 5 y 484 CC, que parecen abocar el contrato celebrado por un menor no emancipado o una persona declarada interdicta a la nulidad absoluta o de pleno derecho, estos contratos se consideran, por el contrario, anulables: el único legitimado para ejercer la acción es el menor o interdicto -por sí mismo o por su representante legal en tanto en cuanto no alcance la plena capacidad-, para lo que dispone de un plazo de ejercicio de cinco años, pudiendo confirmar igualmente el contrato.
Además, a ellos se asemeja la sanción prevista para los contratos celebrados por un incapaz no declarado interdicto o incapaz natural, sea por enfermedad mental o por cualquier otra causa -embriaguez, consumo de drogas, fiebre altísima, etc.- que determine una insuficiente capacidad de obrar en el momento de celebrar el contrato. Pues, en efecto, si la capacidad de entender y querer del sujeto en esas circunstancias es idéntica tanto si ha sido declarado interdicto por sentencia judicial (al amparo de los arts. 57 y ss. CFPF) como si no (o, incluso, si lo es después de realizado el acto: cfr. art. 60.II CFPF), parece razonable englobar ambos supuestos en el régimen de la anulabilidad. Téngase en cuenta, sin embargo, que mientras en el primer caso consta oficialmente la incapacidad y, por ende, bastará la declaración de interdicción (AS 653/2015 -L, de 12 de agosto), en el último se parte de una presunción general de capacidad de obrar (art. 4.II CC) que será preciso desvirtuar al objeto de probar la causa de anulación, a lo que debe añadirse, por lo demás, la dificultad de acreditar la mala fe del otro contratante, aunque la misma pueda inferirse del perjuicio que el acto ocasione para quien alega la incapacidad, siendo que la buena fe se presume. Así, no sirven para desvirtuarla, p. ej., que el grado académico de quien adquiere el bien fuese superior o que haya tenido una relación estrecha con la transmitente, cuando se trata de simples presunciones que no son respaldadas por prueba alguna (AS 362/2016, de 19 de abril).
De esta dificultad probatoria da muestra el AS 102/2013, de 8 de marzo, en la que los hijos (y herederos) de una señora impugnan el contrato de compraventa de una propiedad inmueble suscrito por esta en favor de su hermana (al que siguen un documento privado de aclaración del precio de venta, el reconocimiento de firmas de la minuta de compraventa y un documento privado de reconocimiento del derecho de propiedad en favor de la adquirente) que fueron firmados cuando la vendedora se encontraba internada en el Hospital -y su reconocimiento de firmas al día siguiente de que saliera del mismo-. Mediante sendos certificados médicos, emitidos por el médico de cabecera de la señora, así como por el Director del Hospital donde se encontraba ingresada, se acredita que padecía una enfermedad renal crónica terminal y que se mantuvo en tratamiento médico por el lapso de casi un año continuo hasta que se produjo su deceso, lo que, a decir de los herederos, le habría ocasionado también deficiencia o pérdida de sus capacidades mentales cognitivas y volitivas, al extremo de no tener capacidad para saber lo que estaba haciendo. Sin embargo, el Tribunal sostiene que, si bien se desconocen las circunstancias precisas en las que fueron firmados los documentos de transferencia, es asimismo evidente que no obra prueba fehaciente que demuestre en la vendedora la existencia de un deterioro mental que pudiera llevarla al extremo de no poder entender lo que estaba haciendo; prueba que debió haber sido aportada por los herederos, a quienes incumbe la carga de la prueba ex art. 375.1 del Código de Procedimiento Civil, para crear en el juzgador el convencimiento de que la vendedora se encontraba efectivamente incapacitada. Así, pese a que las pruebas aportadas demuestran que la vendedora padecía de una enfermedad renal crónica y que los documentos de compraventa fueron suscritos durante su permanencia en el Hospital, para los efectos pretendidos, las mismas debieron haber sido evaluadas e interpretadas por un perito experto en la materia, que evacuase un informe preciso sobre la enfermedad en sí, sus complicaciones y consecuencias, tanto físicas como, sobre todo, mentales; trabajo que no puede ser suplido por el juzgador. Y, en consecuencia, ante la ausencia de prueba fehaciente acreditativa de la incapacidad de la vendedora, los documentos de transferencia se mantienen subsistentes.
En el mismo sentido, el AS 927/2015, de 14 de octubre, señala que la causa de anulabilidad relativa al contrato suscrito por una persona que, sin estar declarada interdicta, se encuentre incapacitada que querer o entender, exige demostrar que su capacidad se encuentra efectivamente mermada, no pudiendo servir de justificativo el hecho de que al momento de suscribirse el contrato la vendedora adolezca de problemas de salud, su avanzada edad y las deficiencias físicas, que no afectan el aspecto de la salud mental de la vendedora. Y ello aun cuando, como en tal caso, exista desproporcionalidad entre el precio convenido de la venta y el valor real del inmueble pues “la desproporcionalidad del precio en un contrato de venta por la falta de conocimiento o pericia de una de las partes no corresponde ser impugnada mediante anulabilidad sino mediante rescisión del contrato”.
También el AS 653/2015 -L, de 12 de agosto, había señalado que si bien en el caso del declarado interdicto bastará la declaratoria de interdicción y los actos posteriores generados por el interdicto, la causal del art. 554.3) CC ordena que para fundar anulabilidad, la persona sea incapaz de querer y entender al momento de la suscripción del contrato, además acreditar el perjuicio que se le hubiera generado, lo que tanto quiere decir como que la persona no pueda comprender el acto que realiza cuando expresa su voluntad, “aspecto que no puede ser confundida con una edad avanzada, o una falta de facultades para deambular, hipoacusia bilateral, disminución de la agudeza visual”, etc., sino que debió acreditarse el deterioro de la memoria y el estado de demencia senil, o que existía verdaderamente esa falta de raciocinio.
Pues, en efecto, siguiendo lo señalado por el AS 362/2016, de 19 de abril, quien interponga la acción de anulación debe probar que el consentimiento provino de una persona incapaz de entender, comprender o querer, por el estado de salud en que se encontraba en el momento en que expresó su voluntad de contratar y así establecer que el consentimiento resulta invalido e ineficaz. Por ello, y toda vez que los conocimientos de los jueces de instancia podrían no ser suficientes, “se requiere de la intervención de terceros (peritos) que tengan conocimientos especializados para determinar la existencia o no de incapacidad de una de las partes contratantes al momento de celebrarse el contrato, por lo que la prueba que resulta idónea para dicho fin es la prueba pericial, pues a través del dictamen emitido por el perito, el juez logrará determinar si dicha causal existió o no y si la misma resulta determinante para declarar la anulabilidad del contrato, en esa lógica, quien pretenda demostrar dicha causal, debe proponer y producir dicha prueba”.
A diferencia de los supuestos anteriores, sí se presentó prueba pericial y se reputó suficiente por el Tribunal Supremo de Justicia en el AS 489/2019, de 17 de mayo, para anular los documentos de compra venta que los esposos y ex inquilinos del inmueble transferido hicieron firmar al incapaz para adquirir la totalidad del mismo, único inmueble que poseía, y la línea telefónica correspondiente; transferencias por las que no recibió dinero. Pues, en efecto, conforme a la prueba (declaración de interdicción posterior a la venta, informes médicos psiquiátricos e informe pericial), se demuestra en forma manifiesta que el sujeto se encontraba en estado de incapacidad absoluta al momento de suscribir los susodichos documentos y escrituras, pues, de acuerdo a las evaluaciones realizadas por los profesionales que le diagnosticaron, se llegó a establecer que el mismo contaba con un cociente intelectual de 35 a 49 y una edad mental de 6 a 9 años el cual se encuentra clasificado en un rango de retraso mental de moderado a grave, y en tal razón el CIE-10 (Clasificación Internacional de Enfermedades) estima que los individuos incluidos en esta categoría presentan una lentitud en el desarrollo de la comprensión y del uso del lenguaje y alcanzan en esta área un dominio limitado. En definitiva, si bien el sujeto suscribió los contratos de transferencia del bien inmueble y la acción telefónica, su capacidad de entender y de querer estaba totalmente ausente, situación que configura, cuando falta, la denominada “incapacidad natural”, que hace anulable el contrato. Se reputa, además, que el actuar de los esposos fue de mala fe, pues su cercanía respecto de esta persona, al ser inquilinos durante un período de cuatro años antes de suscribir la transferencia del inmueble, difícilmente podían desconocer la incapacidad cognitiva del sujeto que, según la testifical practicada, no pasaba en absoluto desapercibida.
5. En los demás casos determinados por la ley. El art. 554 CC contiene, por último, como cláusula general de cierre, una remisión a los demás supuestos en los que la anulabilidad venga expresamente determinada por ley. Así, a efectos meramente ejemplificativos, cabe a traer a colación el art. 661 CC, en materia de donaciones realizadas por quien es incapaz natural, es decir, por una persona que, aun no habiendo sido declarada interdicta, era incapaz de querer y entender en el momento de realizar la donación, para la que se prevé un plazo de prescripción de tres años desde la donación; o el art. 1232 CC, en cuanto a la prohibición que se impone al albacea de comprar algún bien de la testamentaria hasta dos años después de la aprobación de sus cuentas, declarando anulable la compra realizada en contravención de dicha regla; o, en fin, los arts. 470 y 471 CC, que declaran anulable el contrato celebrado por el representante con un tercero en conflicto de intereses con el representado o consigo mismo, excepto en aquellos casos en los que lo permita la ley, sea con el asentimiento del representado o por la naturaleza del negocio quede excluido el conflicto de intereses.
Sandra Castellanos Cámara