Código Civil Bolivia

Capítulo I - Disposiciones generales

Artículo 450°.- (Noción) 

Hay contrato cuando dos o más personas se ponen de acuerdo para constituir, modificar o extinguir entre sí una relación jurídica.

Actualizado: 9 de abril de 2024

Califica este post
Comentario

1. El contrato como fuente de obligaciones. El art. 294 CC establece, a modo de disposición general en materia de obligaciones, que estas “derivan de los derechos y de los actos que conforme al ordenamiento jurídico son idóneos para producirlas”. Pues bien, la parte segunda del libro tercero del Código, que contiene el régimen jurídico de tales fuentes, consagra sus dos primeros títulos precisamente al contrato (arts. 450 a 954), en tanto que los restantes versan consecutivamente sobre la promesa unilateral (título III, arts. 955 a 960), el enriquecimiento ilegítimo (título IV, arts. 961 y 962), el pago de lo indebido (arts. 963 a 972), la gestión de negocios ajenos (título VI, arts. 973 a 983) y los hechos ilícitos (título VII, arts. 984 a 999). El trato preferente y prioritario que el Código dispensa al contrato concuerda con su condición de instrumento esencial del tráfico económico y del intercambio de bienes y servicios entre los individuos (así como para la concesión de crédito) y, en este sentido, constituye, desde luego, la fuente primordial de las obligaciones.
En la definición que ofrece el art. 450 aparece resaltado el elemento que conforma la esencia de este tipo de negocio jurídico: el acuerdo de voluntades. Y es que es precisamente el pacto lo que distingue a las obligaciones contractuales de aquellas que derivan de las demás fuentes. Sin embargo, no destaca suficientemente (quizás por estimar el legislador que va de suyo) este último aspecto, es decir, su faceta en tanto que instrumento generador de obligaciones. Así, cabría decir, acaso en forma más completa, que el contrato es, sí, un acuerdo alcanzado por dos o más personas que tiene por objeto crear entre ellas una determinada relación jurídica, pero también que ha de tratarse de una relación que tenga, no un contenido cualquiera, sino precisamente uno consistente en el derecho a exigir (y en el correlativo deber de procurar) el cumplimiento de una o varias obligaciones determinadas (de dar, hacer o no hacer) a cargo de todos o parte de los contratantes. Expresado de otro modo: el contrato tiene un contenido netamente patrimonial y, aunque la prestación que constituya su objeto puede referirse a cualquier interés digno de tutela, es necesario que la misma sea cuantificable de algún modo a fin de, por ejemplo, poder determinar en su caso el importe de la indemnización de daños y perjuicios derivada del incumplimiento. No en vano prescribe el art. 292 que la prestación objeto de toda obligación “debe ser susceptible de evaluación económica y corresponder a un interés, aun cuando este no sea patrimonial, del acreedor”.
Es por ello que, aunque en un sentido amplio la palabra “contrato” se emplee para aludir a cualquier acuerdo de voluntades que tienda a la producción de cualesquiera efectos jurídicos, haya de tomarse aquí en su acepción más estricta, a tenor de la cual quedan comprendidos exclusivamente en dicho término aquellos negocios bilaterales (o, en algún caso aislado, plurilaterales) que incidan sobre relaciones jurídicas de naturaleza patrimonial. En particular, la doctrina suele afirmar que no merece la calificación de contrato –a pesar de tratarse un verdadero acuerdo de voluntades- el matrimonio, precisamente porque los deberes personalísimos que de él derivan para los contrayentes (respetarse, ayudarse, actuar en interés de la familia, vivir juntos, guardarse fidelidad y socorrerse) no son susceptibles de valoración económica, y su incumplimiento no puede generar una responsabilidad de este tipo. Otro tanto de lo mismo cabe decir de la adopción y, más en general, de las convenciones de familia: no son contratos porque no tienen por finalidad constituir relaciones de naturaleza patrimonial. Esto no significa obviamente que del matrimonio o la adopción no deriven a su vez efectos muy precisos de orden patrimonial o económico; pero se entiende que en este género de convenciones prima el componente personal, con lo que aquellos quedarían en verdad relegados a un segundo plano, es decir, como un conjunto de consecuencias que el ordenamiento deriva del establecimiento de un vínculo que, en última instancia, es netamente personal.
Nótese que, como muy bien indica la norma, el acuerdo de voluntades en que consiste en esencia el contrato puede dirigirse, no solo a la constitución de una relación jurídica, sino también a la modificación de una preexistente o incluso a su extinción.
2. El contrato como modo de adquirir la propiedad. En realidad, el CC boliviano asigna dos funciones concretas y diversas al contrato, pues, además de como fuente de obligaciones, lo contempla también como modo de adquirir la propiedad y los demás derechos reales (y, por ende, como instrumento para la circulación de los bienes) en su art. 110. Ambas funciones se desarrollan simultáneamente en los contratos traslativos a título oneroso: así, por ejemplo, la compraventa transfiere la propiedad (art. 584) y actúa, al mismo tiempo, como fuente de las obligaciones de entrega de la cosa vendida por parte del vendedor (art. 614), de un lado, y de pago del precio por el comprador, de otro (art. 636). Sin embargo, otros contratos actúan exclusivamente como fuente de obligaciones, cual sucede, verbigracia, con el arrendamiento. Obviamente, mediante el contrato pueden transmitirse, además de derechos reales, derechos de crédito, y es por ello que el legislador regula la cesión de créditos en los arts. 384 a 393 CC. En fin, la función traslativa del contrato está presente igualmente en el art. 521, en el que se prescinde de la traditio (entrega) en orden a la transmisión de los derechos reales cuando aquel se haya celebrado con una tal finalidad: la trasferencia de la propiedad o del derecho real o, de otro modo, su constitución, tienen lugar por efecto del mero consentimiento sin ningún requisito añadido, a salvo el de la forma cuando esta resulte exigible.
Como bien puede observarse, este segundo papel que compete satisfacer al contrato no está incluido en la definición que ofrece el art. 450, precisamente, porque, como con acierto ha puesto de relieve la doctrina italiana en relación al muy similar art. 1321 del Codice, el efecto traslativo de un sujeto a otro de un preexistente derecho no puede entenderse comprendido dentro del fenómeno jurídico consistente en la “constitución” de una relación jurídica.
3. El contrato y la autonomía privada. Los contratos de adhesión. Las cláusulas abusivas. La sucinta definición del art. 450 debe completarse, por otro lado, con una tercera idea, cual es la de que el contrato constituye el campo de actuación, por excelencia, de la autonomía privada: tan es así que con razón suele afirmarse que es en ella donde la ley ancla la obligatoriedad de este instrumento y aun su misma noción; es decir, el contrato vendría a ser la expresión más acabada de ese poder de autogobierno o de autorreglamentación en que consiste la autonomía de la voluntad y que el ordenamiento reconoce a los particulares, ya para la satisfacción de sus propios fines e intereses, ya para la creación, modificación y extinción de las relaciones jurídicas que les incumben. De consiguiente, es el querer de las partes el que gobierna tanto la formación del contrato como sus efectos. Así lo pone de manifiesto nítidamente el art. 450 cuando dice que “hay” contrato desde que una o varias personas “se ponen de acuerdo” para obligarse; mas también el art. 519 CC cuando establece que “[e]l contrato tiene fuerza de ley entre las partes contratantes”, sin que puedan desvincularse de él “sino por consentimiento mutuo o por las causas autorizadas por la ley”, lo que quiere significar propiamente, no que de los contratos nazcan normas similares a las emanadas del poder legislativo, sino que los celebrantes han de respetar el compromiso asumido y la palabra dada (pacta sunt servanda). En puridad, la visión subjetiva del contrato como vehículo de la autonomía privada se aprecia a lo largo y ancho de toda la disciplina general del CC en esta sede y, así, no es difícil identificar otras manifestaciones de la misma, como, por ejemplo, la de que la intención de las partes haya de ser el elemento predominante en orden a su interpretación (arts. 510 y 515); o la de que el contrato obligue no sólo a lo que en él se haya expresado, sino a todos los efectos que deriven conforme a su naturaleza (art. 520); o la reiterada preocupación del legislador por asegurarse de que la voluntad de los contratantes sea auténticamente suya, en el sentido de que ostenten capacidad suficiente para conformarla y de que se halle exenta de vicios que pudieran haber alterado indebidamente su formación o manifestación.
La autonomía privada en el ámbito contractual comprende dos facetas. Significa, en primer lugar, libertad para contratar o para no hacerlo, así como para elegir la persona del otro contratante; esto es, el particular puede –como dice la jurisprudencia española- contratar cuando quiera, como quiera y con quien quiera. De ahí que el contrato no vincule sino a quienes hayan participado en su celebración y hayan manifestado su consentimiento para la constitución, modificación o extinción de una relación jurídica. Es por esto que el art. 523 establece que “[l]os contratos no tienen efecto sino entre las partes contratantes y no dañan ni aprovechan a un tercero, sino en los casos previstos por la ley”. Pero la autonomía privada significa, además, en segundo lugar, libertad para elegir el tipo contractual que se desee; en el bien entendido que los individuos no tienen por qué ceñirse exclusivamente a los modelos de contrato que vienen regulados por el ordenamiento, tal cual establece el art. 454. Por el contrario, pueden combinar los ya existentes o incluso crear otros de nuevo cuño [a los que se conoce con el nomen (nombre) de contratos “atípicos”]. También les es dado, por supuesto, modificar, en los contratos regulados por la ley, su contenido y sustituirlo por otro distinto. Sin embargo, como se verá después al analizar el art. 454, esta libertad no es absoluta, sino que cuenta con ciertos límites: más en concreto, se halla supeditada a aquellos que vienen impuestos por la ley, amén de “a la realización de intereses dignos de protección jurídica”, expresión que evoca el requisito contractual de la causa.
Esta visión de la institución contractual como producto de la autonomía privada y esa limitada nómina de restricciones a la libertad de pacto que el Código establece se construyen a partir de dos coordenadas que, sin embargo, no siempre se dan en la práctica: de un lado, la igualdad de las partes, a las cuales se supone situadas en un mismo plano y con idénticas posibilidades de exigir y prestar, y, de otro, la libertad absoluta de la que disfrutan para llegar espontáneamente al acuerdo de voluntades y a la composición de intereses en que el contrato consiste. Sin embargo, hoy por hoy, es más cierto que la contratación entre sujetos libres e iguales constituye un hecho excepcional. Pues el desarrollo económico ha abocado a una producción industrial en masa y a una economía de consumo en la que el contrato, la mayoría de las veces, no es el resultado de una negociación individual entre particulares, sino una convención cuyo contenido viene impuesto, casi por completo, por una de las partes. El empresario, que persigue obtener el máximo beneficio en su masiva producción, evita la multiplicación del costo que, para su organización, comportaría la negociación individual de las cláusulas de cada contrato a celebrar con cada eventual cliente, y, así, acaba por imponer a todo destinatario final un modelo único o preestablecido con carácter general a través de formularios o impresos. Con el resultado de que quien desee adquirir el bien o servicio en cuestión no tiene otro remedio que adherirse al clausulado prerredactado por la empresa, o, de otro modo, desistir de la contratación. Es así como surgen los denominados contratos de “adhesión”, es decir, aquellos cuyo contenido es predispuesto por una sola de las partes contratantes. En esta categoría de contratos difícilmente cabría apreciar “verdadera” libertad, puesto que el margen reservado a la autonomía de la voluntad es (al menos en relación a una de las dos partes negociales) prácticamente nulo. Dicho de otro modo: mal cabría aseverar aquí que el contrato es una regla de conducta resultante de los deseos comunes de ambas partes en la medida en que una de ellas ha de limitarse a aceptar o rechazar el único contrato “posible”. Del mismo modo, tampoco sería factible detectar en ellos una “auténtica” igualdad –como no sea en términos puramente formales-, ya que mientras el empresario o comerciante interviene, al instante de su celebración, en calidad de profesional del mercado (prevaliéndose de los conocimientos, la experiencia y la información que esa ventajosa posición le reporta), el destinatario final lo hace, en cambio, como mero usuario, y, por tanto, en situación de debilidad respecto de aquel. El legislador ha reaccionado frente a este fenómeno mediante la promulgación de una normativa ad hoc (específica) que persigue proteger a la parte más débil, y que no es otra que la contenida en la Ley General de los derechos de las usuarias y los usuarios y de las consumidoras y los consumidores nº 453, de 4 de diciembre de 2013.
Esta norma, tras definir en su art. 19 lo que debe entenderse por contrato de adhesión, exige, para que el mismo despliegue plena eficacia jurídica (art. 20), el cumplimiento de dos condiciones o requisitos (art. 21): en primer lugar, que contenga una completa información sobre los términos, modalidades, limitaciones y cláusulas a las que se someten las usuarias y los usuarios, las consumidoras y los consumidores al momento de contratar, así como sobre los medios y el lugar de pago; y en segundo lugar, que esté redactado en términos claros, sencillos y comprensibles, legibles a simple vista y en castellano o en otro idioma oficial del Estado que sea conocido por al adherente. Además, el contrato ha de contener toda la reglamentación aplicable a la relación jurídica que se vaya a constituir, puesto que queda prohibida expresamente cualquier remisión a otros documentos, a no ser que hayan sido entregados a la contraparte (con antelación o al instante mismo de la celebración del contrato de adhesión, se sobreentiende) o que la remisión lo sea a una norma de carácter público. En fin, los modelos de contratos de adhesión deben ser previamente aprobados por la autoridad que otorgue la autorización de la actividad, a fin de que vise la satisfacción de las expresadas exigencias legales.
Pero no es este el único mecanismo de protección que la Ley nº 453 establece a fin de reforzar la posición del contratante débil, ya que, además, su art. 22 prescribe que se tendrán por no puestas y no producirán efecto legal alguno aquellas cláusulas que merezcan la consideración de “abusivas” por dejar a las personas usuarias o consumidoras en estado de total desventaja y desigualdad frente a los proveedores de productos y servicios. O sea, no es sólo que las cláusulas contractuales deban ser claras y sencillas en su redacción (amén de legibles y accesibles), sino que tampoco pueden comportar un tratamiento desleal o inequitativo por parte del empresario hacia el destinatario final, con desconsideración a sus intereses, ni una ruptura del carácter equilibrado que, según el postulado de la buena fe, debe acompañar a toda reglamentación contractual (vid. art. 520 CC). Así, en particular, se consideran abusivas las cláusulas que: a) excluyan o limiten los derechos de las usuarias y los usuarios, las consumidoras y los consumidores, así como las que impliquen renuncia o restricción a formular reclamos o denuncias; b) establezcan a favor del proveedor la facultad unilateral de modificar los términos del contrato de consumo o servicio; c) exoneren de responsabilidad al proveedor; d) establezcan el silencio de la contraparte como aceptación de prestaciones adicionales no requeridas, pagos u otras obligaciones no estipuladas expresamente; e) señalen que la información personal o crediticia de las consumidoras y los consumidores, será compartida con otros proveedores, salvo lo dispuesto en normativa específica; y f) cualesquiera otras que se establezcan en la normativa específica. Como bien puede observarse, se trata, por tanto, de una relación abierta [no de un numerus clausus (número cerrado)], y ello, no solo porque al legislador le quepa caracterizar como abusivas otras cláusulas en cualesquiera otras normas (vid., por ejemplo, Capítulo VI, Título I de la Ley de Servicios Financieros de 21 de agosto de 2013), sino además porque se aprecia claramente que ha sido intención de la Ley nº 453 establecer un elenco meramente ejemplificativo, de forma que, en general, merecerán ser calificadas como estipulaciones abusivas todas aquellas que, incluidas en un contrato celebrado entre un proveedor y un consumidor, no hayan sido negociadas individualmente y que, en contra de las exigencias de la buena fe, causen, en perjuicio de este último, un desequilibrio importante de los derechos y obligaciones de las partes (como dice la norma española dictada sobre esta misma cuestión -art. 82.1 del texto Refundido de la Ley General para la Defensa de los Consumidores y Usuarios de 16 de noviembre de 2007-). De este modo, todas aquellas cláusulas que vinculen la dinámica del contrato a la exclusiva voluntad del empresario, o que limiten injustificadamente los derechos de la persona consumidora, o que provoquen una falta de reciprocidad contractual entre aquel y esta deberán ser reputadas abusivas y expulsadas del negocio. Una vez suprimida la cláusula, para saber si el contrato sigue siendo eficaz y obligatorio para las partes, habrá que dictaminar si este puede subsistir o no sin ella, lo que ha de estimarse factible como regla general, a no ser que la nulidad afecte a alguno de los elementos esenciales enumerados en el art. 452 CC.
Téngase en cuenta que, a tenor de lo dispuesto en el art. 5.1 de la Ley nº 453, consumidoras o usuarias lo son tanto las personas naturales como las personas jurídicas que adquieran, utilicen o disfruten productos o servicios como destinatarios finales. Mientras que por “proveedor” se entiende toda persona natural o jurídica, pública o privada, que desarrolle actividades de producción, fabricación, importación, suministro, distribución, comercialización y otras, de productos o de prestación de servicios en general destinados directamente a las usuarias y los usuarios, las consumidoras y los consumidores finales. No se considera proveedores a quienes ejercen una profesión libre.
4. Regulación del contrato. La regulación básica y general de los contratos se encuentra recogida en el Título I de la Parte segunda del Libro III CC (arts. 450 a 583), en el que se contienen las disposiciones generales y las referentes a sus requisitos, elementos accidentales (condición y término), interpretación, efectos, cesión, simulación, ineficacia (nulidad, anulabilidad y rescisión) y resolución; mientras que el Título II de aquella misma Parte regula algunos contratos en particular (arts. 584 a 954): compraventa, permuta, donación, arrendamiento, obra, sociedad, mandato, depósito, préstamo, fianza y transacción.
Tal y como se deduce de lo establecido en el apartado primero del art. 451, las normas contenidas en dicha Parte Primera bien pueden considerarse como la disciplina “común” del Derecho de contratos, y no solo porque las mismas sean desde luego aplicables a lo contratos “típicos”, es decir, a aquellas modalidades contractuales que el propio CC se ocupa en regular específicamente acto seguido en la Parte Segunda del Libro III, sino porque se aplican igualmente a los contratos “atípicos” e incluso, con carácter supletorio, a aquellos que cuenten con una regulación particular en otros códigos o leyes, como acontece con los celebrados en el ámbito mercantil. En efecto, el art. 786 del Código de comercio de 25 de febrero de 1977 establece que “[s]e aplican supletoriamente a los negocios comerciales, los principios y normas de los contratos y obligaciones, así como la prueba regulados, respectivamente por el Código Civil y Código de Procedimiento Civil”; en tanto que existen otros preceptos mercantiles que recogen remisiones expresas a determinados artículos del CC (p. ej., en materia de resolución: art. 805 CCom.; nulidad y anulabilidad: art. 822; compraventa: art. 866; permuta: art. 868; depósito: arts. 869 y 876; prenda: art. 881; hipoteca: art. 899; fianza: art. 917; mutuo: art. 978; etc.).
5. Clases de contratos. Las categorías más significativas, pues contribuyen a precisar la noción de contrato anteriormente expuesta, son las siguientes:
A) Contratos típicos y atípicos. Son contratos típicos todos aquellos que están regulados por la ley, es decir, todos aquellos para los que el legislador articula una singular disciplina normativa en la que se contienen sus elementos y características esenciales, como los anteriormente mencionados y que aparecen regulados en los arts. 584 a 954 CC: la compraventa, la permuta, la donación, el arrendamiento, etc. En cambio, son atípicos aquellos que carecen de regulación legal al haber sido creados por los particulares con base en el principio general de libertad contractual. Pues, como sugiere el art. 454.I CC, tal principio les ofrece tanto la posibilidad de modificar o sustituir la disciplina correspondiente a un determinado tipo de contrato como de configurar una relación contractual compleja sin necesidad de ajustarse a los modelos preestablecidos por el legislador; todo ello de conformidad con los concretos intereses que, en cada caso, las partes tratan de satisfacer por medio de su relación negocial. En el análisis de esta distinción se profundizará, precisamente, en el comentario al citado art. 454.
B) Contratos onerosos y gratuitos. Contratos conmutativos y aleatorios. La distinción entre contratos onerosos y gratuitos se basa en la existencia o no de sacrificios económicos a cargo de ambas partes contratantes. En efecto, en el caso de los onerosos existe un intercambio de prestaciones (sinalagma), de manera que cada una de las partes realiza un sacrificio a cambio de una ventaja económica que obtiene de la otra. Así, en la permuta se cambia cosa por cosa; en la compraventa, cosa por precio; en el arrendamiento, uso de una cosa por dinero, etc. Por el contrario, en los contratos gratuitos solo una de las partes asume dicho sacrificio, de suerte que la otra no da ni ofrece nada a cambio de la ventaja que recibe, esto es, se “lucra” con el negocio: de ahí que a estos contratos se les conozca también con el nombre de “lucrativos”. El supuesto paradigmático lo constituye, claro está, la donación, pero pueden ser igualmente gratuitos aquellos contratos mediante los que se prestan servicios o se cede el uso de cosas: el mandato, el préstamo, el depósito, la fianza, etc.
La distinción entre contratos onerosos y gratuitos es importante porque tiene reflejo directo en determinados aspectos de la disciplina del contrato y, así, cabría destacar: el diferente funcionamiento de las reglas de interpretación, ya que mientras en el caso de los lucrativos el art. 517 CC dispone que las dudas hermenéuticas deberán resolverse en el sentido menos gravoso para el obligado, en los onerosos, por el contrario, dice que estas habrán de solventarse en favor de la mayor reciprocidad de intereses o en el sentido que imponga la armonización equitativa de las prestaciones; un distinto tratamiento en orden al ejercicio de la acción pauliana (más riguroso para los gratuitos: vid. art. 1446); o, en fin, un régimen singular en materia de sucesión forzosa a fin de proteger los derechos de los legitimarios o herederos forzosos (vid. arts. 1068 y ss.). A esta relación puede añadirse asimismo la mayor garantía formal que se exige en el otorgamiento de la donación (vid. arts. 491 y 667 CC).
A su vez, dentro de la categoría de los onerosos cabe subdistinguir entre contratos conmutativos y aleatorios. Los primeros son aquellos en los que la relación existente entre los sacrificios comprometidos por las partes se encuentra perfectamente definida desde un inicio, de modo que las prestaciones que cada una ha de realizar se hallan prefijadas tanto en su extensión como en su existencia misma. En cambio, en los aleatorios acontece lo contrario, puesto que lo que les caracteriza es, precisamente, que la medida y aun la existencia de una de las prestaciones comprometidas –o de la única concurrente- depende del azar (alea). Así, puede ocurrir que, siendo ambas prestaciones firmes y seguras, la cuantía de una de ellas penda de la suerte. En otras ocasiones, solo una de las prestaciones es firme y de cuantía concreta, mientras que la opuesta es aleatoria en su existencia (p. ej., en el contrato de seguro).
C) Contratos consensuales, reales y formales. Esta clasificación atiende a los requisitos exigidos en orden a la perfección del contrato y, en su virtud, se distingue entre contratos consensuales, es decir, aquellos que se perfeccionan por el mero consentimiento o acuerdo de voluntades de las partes; contratos reales, que necesitan, además del consentimiento, la entrega de la cosa que constituya su objeto; y contratos formales, que son aquellos cuya existencia o validez se hace depender de la utilización de una determinada forma, calificada –por esta razón- de “sustancial” o “solemne”.
En el régimen del Código, los primeros constituyen la hipótesis normal, pues no en vano establece su art. 450 que “hay contrato cuando dos o más personas se ponen de acuerdo” para constituir una relación jurídica obligatoria (no siendo necesario, además, que tal consentimiento se manifieste expresamente: art. 453), mientras que los últimos presentan un cariz excepcional. Como se ha visto en el apartado anterior, el ordenamiento impone una forma especial, ante todo, en el otorgamiento de los contratos gratuitos, y solo puntualmente en los onerosos, acaso porque de esta manera se dota de certeza y seguridad tanto a la existencia como al contenido del negocio (lo que dispensa protección a terceros posibles interesados, como acreedores y legitimarios) al tiempo que se permite a las partes (singularmente, al donante) que adquieran conciencia de la trascendencia económica de su decisión.
En cuanto a los contratos reales, se trata de una categoría que el Derecho civil arrastra desde el Derecho romano, y que se explica históricamente en la medida en que la previa entrega de la cosa objeto del negocio era concebida, antiguamente, como un presupuesto lógico para que pudiese nacer la obligación de restituir derivada de ciertas convenciones, como el préstamo, la prenda o el depósito (vid. art. 841 CC), de suerte que, en tanto aquella no tuviese lugar, se entendía que no cabía hablar de contrato alguno. Sin embargo, este planteamiento se halla hoy (al menos por parte de la doctrina y jurisprudencia españolas) ampliamente superado, y suele admitirse abiertamente la celebración y perfección de un contrato de mutuo o de depósito por el solo consentimiento, y del que pueda surgir, entonces, una obligación de entrega, ya para el prestamista, ya para el depositante. Cosa distinta a esta es que –y así ha de entenderse- la entrega del bien prestado, pignorado o depositado conforme un presupuesto lógico en orden a la efectividad de la obligación de restituir que corre a cargo de la otra parte contratante.
D) Contratos plurilaterales. Los contratos, como regla general, son negocios jurídicos bilaterales en la medida en que en ellos hay dos partes negociales, con independencia del número de individuos que ocupen tales posiciones jurídicas. De esta guisa, un contrato de compraventa no deja de ser bilateral por el hecho de que la posición de vendedor venga ocupada por las diversas personas que sean condueñas del bien vendido. Sin embargo, también existen contratos plurilaterales, es decir, contratos que admiten la presencia simultánea de una multiplicidad de partes. Es el caso (y en él suele pensarse cuando se alude a esta categoría) del contrato de sociedad, que se caracteriza por el hecho de que los partícipes persiguen mediante su celebración un fin, no antagónico o contrapuesto –cual sucede en los tipos contractuales más frecuentes, o sea, en los bilaterales-, sino común. No en vano define el art. 750 CC este contrato como aquel por el que “dos o más personas convienen en poner en común la propiedad, el uso o el disfrute de cosas o su propia industria o trabajo para ejercer una actividad económica, con el objeto de distribuirse los resultados”.
6. Los actos unilaterales. Si bien todos los actos jurídicos consisten en expresiones de voluntad, dentro de los mismos hay que distinguir entre, de un lado, aquellos que producen consecuencias jurídicas de modo inmediato por su sola realización al predisponerlo así el Derecho positivo, y, de otro, aquellos que únicamente tienen relevancia, precisamente, en cuanto constituyen manifestación de una voluntad encaminada a la producción de tales efectos. Los primeros, que suelen denominarse actos jurídicos en sentido estricto, generan ex lege (por ley) una serie de consecuencias con independencia de que el sujeto que los realiza los persiga o no, como ocurre, verbigracia, con la elección del domicilio o la reconciliación entre los cónyuges que han iniciado un proceso de divorcio; mientras que en los segundos, que se engloban dentro de la categoría del negocio jurídico, los efectos se producen porque así lo quiere el sujeto y en la medida en que son perseguidos por él, como señaladamente acontece, por ejemplo, con relación al contrato. Pues bien, comoquiera que los primeros son asimismo actos voluntarios, surge, respecto de ellos, el problema de determinar cuál sea la disciplina aplicable al elemento psíquico de la actividad (p. ej., en lo que atañe a los vicios de la voluntad) y a la condición del sujeto que los realiza (p. ej., en lo que se refiere a su capacidad de obrar). Y es a esta pregunta a la que trata de responder el apartado segundo del art. 451 CC cuando ordena que el régimen general del negocio jurídico por excelencia, esto es, el contrato, se aplique tanto a los actos unilaterales de contenido patrimonial que se celebren entre vivos (así, a la promesa unilateral de una prestación regulada en los arts. 955 a 960) como a los actos jurídicos en general.
Gorka Galicia Aizpurua