Código Civil Bolivia

Capítulo I - Disposiciones generales

Artículo 255°.- (Contenido) 

En virtud de la servidumbre el propietario de un fundo puede, para utilidad o beneficio propios, realizar actos de uso en tundo ajeno o impedir al propietario de éste el ejercicio de algunas de sus facultades.

Actualizado: 5 de abril de 2024

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Comentario

1. La servidumbre predial como prototipo de servidumbre y de carga real que limita la propiedad inmobiliaria.

Desde que Justiniano sistematizara la categoría de las servidumbres personales (así mantenida por los siglos de los siglos), por entenderlas establecidas en beneficio de una persona, e incluyera entre ellas el usufructo, el uso o la habitación, para así contraponerlas a las clásicas servidumbres prediales (establecidas sobre una finca -la sirviente- en beneficio otra finca -la dominante-), la admisión de aquella categoría ha resultado siempre controvertida. Al margen de razones conceptuales o teóricas, que ahora no vienen al caso, también razones de política legislativa han justificado su repulsa: así fue en la codificación francesa napoleónica, cuyo art. 686 vino a rechazar la categoría de la servidumbre personal por rememorar tanto el sistema feudalista o de vasallaje propio del Antiguo Régimen, o así ha sucedido recientemente en muchos ordenamientos, como el CC boliviano en su art. 255, que aquí pasamos a comentar.

La heterogeneidad de supuestos (o de contenidos tan variopintos) que pueden presentar las servidumbres prediales (de paso, de agua, de luces y vistas, …), ha llevado a considerarlas como un fenómeno indefinible. Es tan variado el contenido que, como beneficio o derecho, la servidumbre puede reportar, que la única constante en todos sus tipos posibles es la idea de sujeción o carga que grava una finca en provecho de otra (según advierte el AS de 5 de noviembre de 2015, tan seguido por otros Autos, “la servidumbre es una carga impuesta a un fundo sirviente, para la utilidad del fundo dominante, perteneciente a distinto propietario”): cfr., el art. 256 CC, donde queda destacado que las servidumbres, como gravámenes reales que son, se adhieren a la propiedad, y consiguientemente tienen una eficacia erga omnes (frente a todos9, pues afectan a cualquier tercero que, una vez establecida la servidumbre, adquiera algún derecho –real o no- sobre la finca gravada (como así se observa en los arts. 256 y 286 CC, entre otros), siempre que, como advierte el AS de 11 noviembre 2014, la servidumbre resulta inscrita en el Registro de derechos reales (cfr., entre otros, los arts. 1538, 1540.3º CC, 1 y 7.9º LIDDRR, y el art. 75.4 de su Reglamento).

De igual modo, las servidumbres son gravámenes reales porque limitan la propiedad, la plenitud de poder de la finca sirviente, o dominada. Constituyen, así, una excepción, una limitación al carácter absoluto y libre con que en general la ley, desde tiempos de la codificación decimonónica, define y presume la propiedad en su estado natural. A partir de entonces, a la propiedad, para su propia utilidad y productividad, se la requiere libre de cargas, plena en su potencial aprovechamiento, y solo sometida a limitaciones que soberana y libremente desee su propio dueño o a las que imponga la propia ley para que la propiedad cumpla con su función -también- social (cfr., art. 56 CPE). En dicho panorama, las servidumbres constituyen, en expresión ya hoy clásica, materia odiosa, pues recuerdan al feudalismo que la Revolución burguesa deroga, al sistema de vasallaje del período feudal reinante en el Antiguo Régimen, en que la tierra era esclava, en que la propiedad inmobiliaria estaba al servicio de quienes no la trabajaban ni aprovechaban directamente, pero que indirecta y útilmente se beneficiaban de ella (“Des servitudes ou services fonciers”, habla el Code).

Esa idea de la servidumbre como esclavitud de la tierra, que era ya advertida en otros tiempos, muy anteriores incluso a la revolución burguesa, se agudiza en la era de la codificación por contradecirse con el ideario liberal, y que, como novedad frente a tiempos anteriores, encuentra reflejo en el propio régimen legal (que, fundado en aquellas razones de política legislativa, y no meramente técnicas, dificulta la constitución y favorece la extinción de servidumbres, sobre todo; cfr., por ejemplo, en el CC boliviano sus arts. 277 o 287 ss.).

Tal vez pueda extrañar la exclusividad de esta animadversión hacia las servidumbres, cuando, en general, todos los derechos reales limitados o menores, desde el usufructo hasta la hipoteca, son una carga que también limitan la libertad de la propiedad gravada. Máxime cuando muchas veces el alcance de la limitación en las servidumbres es menor, inferior al que causan otros derechos reales, como sucede, por ejemplo, con el usufructo, que como regla general supone la sustracción del entero goce de la propiedad a favor del usufructuario (art. 221 CC), o como ocurre con la hipoteca que puede suponer la privación total del bien hipotecado en caso de ser ejecutado por impago de la deuda que garantiza (art. 1360 CC).

Pero es que, frente a ellos, sólo las servidumbres suponen una invasión externa a la propiedad, una limitación que no se encuentra dentro de la propiedad y para su propio provecho (como, en cambio, de uno u otro modo sí sucede con los demás derechos reales limitados), sino que procede externamente, desde fuera, desde la propiedad contigua o vecina para el propio provecho de ésta, cercenando así el propio de la finca sirviente, impidiendo su protección frente al invasor, su posibilidad de excluir a los demás cerrando o cercando su finca; una facultad de cierre o cerco ésta que, no en vano, constituyó también en tiempos de la codificación europea una novedad, una conquista de la burguesía contra los derechos de caza de la nobleza y del rey, más allá del sempiterno litigio entre ganaderos y agricultores (cfr., arts. 113, 114 y 1459 CC).

Por otra parte, que la función social de la propiedad, impuesta en el art. 56 CPE, sea en buena parte satisfecha con las relaciones de vecindad (arts. 115 ss. CC), y también a veces con las servidumbres -llamadas- forzosas o coactivas (arts. 260 ss. CC), sean de utilidad pública o incluso privadas (entre vecinos), pues con ellas se cubre hoy un amplio abanico de necesidades (en materia urbanística, agrícola, industrial, energética, ambiental,…), no es de extrañar, hoy más que nunca, que las estrictas servidumbres, las voluntarias (nacidas del contrato, del testamento, del signo aparente o de la usucapión), se consideren un inconveniente, un freno al desarrollo de la propiedad.

2. La consiguiente presunción de libertad en la propiedad y la necesidad de probar la existencia de servidumbre, y de interpretar restrictivamente su contenido en caso de duda.

La primera, y más fundamental, consecuencia (práctica) que se deriva de aquella antipatía hacia las servidumbres, desencadenante de tantas otras consecuencias, es la idea en la jurisprudencia española de presumir libre la propiedad, salvo que se demuestre lo contrario. Cabe, en efecto, la prueba de servidumbre en contra, aunque la carga de dicha prueba corresponderá siempre a quien alegue la existencia de servidumbre, presumiéndose la libertad de la propiedad por quien la niegue, a quien le bastará con la prueba de su dominio, para presumirlo libre. Esta distribución de cargas en el juego probatorio que, a favor de la propiedad prescinde de la condición de quién sea demandante y demandado (y, por tanto, de que sea una acción negatoria o confesoria -cfr., art. 1460 CC-), ha sido también consagrada por la jurisprudencia española, así como, en cierto modo, por el Auto del Tribunal Supremo boliviano de 11 noviembre 2014, cuando refiriéndose a la acción negatoria de servidumbre dice que “si en el curso del proceso el demandado demuestra la existencia de ese derecho real alegado, la acción negatoria será desestimada, -y que- si en el curso del proceso no se acredita la existencia de esos derechos reales alegados por el demandado, la acción negatoria será procedente”.

Por eso, en caso de duda sobre la existencia misma de servidumbre, aun habiendo indicio de prueba (por ejemplo, de un paso que se ha venido ejercitando a través de una finca por su vecino, …), mas sin quedar terminantemente probado que se trata de una servidumbre, habría que seguir presumiendo la libertad de la propiedad, entendiendo entonces que en aquel caso la propiedad está –o sigue- libre de servidumbre. A lo más, podrá entenderse, o concluirse mediante la oportuna interpretación de los hechos en cada caso, que hay un gravamen personal, una obligación que solo afecta a las partes afectadas, solo eficaz entre ellas (inter partes), sin que afecte a posibles terceros adquirentes de las propiedades implicadas en aquel caso. Y, si ni siquiera llegara a probarse la existencia de un pacto con alcance solo obligacional (sea de arrendamiento o generador de cualquier otro derecho personal), en concordancia con aquella presunción de libertad de la propiedad, habría que igualmente presumir que la actuación llevada a cabo por una persona en propiedad ajena (aquel paso que en el ejemplo anterior apuntábamos) lo es por mera tolerancia de su dueño por razones de buena vecindad, lo que incluso impide que una posible servidumbre se haya constituido por usucapión al no implicar los actos tolerados o en precario estricta posesión de lo que se tiene toleradamente (según habrá ocasión de ver al comentar los arts. 277 y 279 CC).

Con la presunción de libertad de la propiedad y de mera tolerancia, en su caso, de los actos ejercitados por extraños en la propiedad ajena solo quedan directamente resueltos aquellos supuestos en que se duda de la existencia misma de la servidumbre. Pero ¿qué sucede si, demostrada debidamente la constitución de servidumbre, las dudas, que incluso pueden generar las normas que la regulan, afectan a su contenido y alcance? No podrán, desde luego, resolverse tales dudas entendiendo libre de cargas la propiedad, porque se ha demostrado que sobre ella pesa una auténtica servidumbre.

En aquel caso, atendiendo a la presunta libertad de la propiedad y a que las servidumbres son cargas que la restringen excepcionalmente, cualquier duda generada por las reglas legales o pactadas habrá de resolverse mediante una interpretación restrictiva, contraria a la servidumbre, y extensiva, si se trata de favorecer la libertad, o el menor gravamen posible, en beneficio de la propiedad sirviente. No existe hoy una norma que expresamente así lo proclame, pero según la doctrina y la jurisprudencia españolas así parece imponerlo la propia lógica: Favorabilia sunt amplianda, odiosa sunt restringenda (favorables a la ampliación, contrarias a la restricción).

Así las cosas, cuando la duda afecte al contenido de la servidumbre ya constituida, la interpretación habrá de procurar que su alcance sea el mínimo posible, lo más restrictivo posible, lo menos gravoso posible para el dominio sirviente, aun cuando haya sido voluntariamente establecida por su dueño. No es que de antemano toda interpretación haya de ser restrictiva aun cuando se trate de una servidumbre voluntariamente constituida de una u otra forma (mediante título –art. 274 CC-, o a través del denominado signo aparente –art. 278 CC-), con beneplácito del dueño del predio sirviente. Como sucede con todo negocio, éste habrá de interpretarse conforme a las reglas generales (contenidas en los arts. 510 ss. CC, sobre contratos, y en el art. 1116 CC, sobre testamento), recurriéndose a la restricción de la servidumbre (que no de la voluntad de las partes, o del testador), cuando la voluntad expresada no sea del todo clara y manifiesta sobre el extremo debatido, pudiendo concluirse finalmente, por aplicación directa de la última regla hermenéutica de los contratos contenida en el art. 517 CC, que la servidumbre en cuestión debe entenderse en el modo menos gravoso posible para la propiedad sirviente; podría incluso concluirse en tal caso, dependiendo del alcance de la duda (cfr., de nuevo, el art. 517 CC), que no hay verdadera servidumbre, sino carga obligacional, o incluso, en su caso, mera tolerancia (recuérdese lo dicho arriba).

3. La “utilitas fundi” (utilidad del fundo) como “causa servitutis” (causa de la servidumbre) de las servidumbres prediales:

 

Su parcialidad (proporcional), y su predialidad en la obtención de un mayor goce de la finca dominante:

 

La distinción -doctrinal- entre servidumbres positivas y negativas, y el problema de las servidumbres “in faciendo” (que obligan al dueño del fundo sirviente a realizar una actividad).

Servitus fundo utilitis esse debet (la servidumbre debe ser de utilidad para el fundo), es, desde los propios conceptos romanos, lo que justifica, desde una perspectiva económica, y permite, en lo jurídico, que la servidumbre suponga la restricción de la propiedad inmobiliaria: la utilidad que ésta puede proporcionar a persona diversa de quien sea su dueño o la ocupe y use. Y como tal es, hoy también, un elemento esencial en toda servidumbre: por una parte, una servidumbre sin beneficio, ni provecho, es decir, totalmente inútil, sería impensable, nula (prácticamente inexistente); ni siquiera valdría como obligación [ad impossibilia nemo tenetur (nadie está obligado a lo principal)]; y, por otra, en el extremo opuesto, que una servidumbre, válidamente constituida (esto es, en utilidad de otra finca), sobrevenga inútil con el tiempo es causa para su extinción (art. 288 CC).
Mas, ¿en qué debe, o puede, consistir esa utilidad? Definir la utilidad, el contenido que puede proporcionar un derecho real ha sido tradicionalmente labor de la doctrina, e incluso a veces de las leyes (cfr., recogiendo máximas romanas o posteriormente glosadas, como las contenidas en el art. 105 CC, sobre la propiedad, en el 221 CC, sobre el usufructo …). Con las servidumbres, en cambio, las leyes sin ánimo exhaustivo tan solo suelen hacer una referencia genérica a la exigencia de tal utilidad; es el caso, precisamente, del art. 255 CC boliviano, cuando afirma: “En virtud de la servidumbre el propietario de un fundo puede, para utilidad o beneficio propios, realizar actos de uso en fundo ajeno o impedir al propietario de éste el ejercicio de algunas de sus facultades”; una norma, según afirma el AS de 11 noviembre 2014, “cuyo contenido faculta al propietario de un inmueble -para que mediante la servidumbre- éste pueda efectuar actos de uso (como resulta ser utilizar parte del mismo como paso común), sobre un bien inmueble vecino, servidumbre cuya característica de acuerdo a la doctrina es el de la utilidad, que se refiere a que debe reportar al predio dominante alguna ventaja, para el caso específico de la servidumbre de paso, además es indispensable una necesidad efectiva, de carácter real y objetivo”.

Dirá, por su parte, el AS de 20 agosto 2010 que por virtud de las servidumbres “se impone un gravamen sobre un fundo en utilidad de otro fundo de distinto dueño, que por su naturaleza, ubicación está desprovisto de ciertas ventajas o recursos para su adecuado uso, goce o explotación, en cuyos casos, la Ley mirando la conveniencia social, permite que, mediante el concurso de inmuebles ajenos, se superen esos inconvenientes”.

En ese vano intento de describir en su posible contenido activo a las servidumbres, en el fondo tal norma hace referencia a la distinción que la doctrina comparada hace entre servidumbres positivas y negativas: en las servidumbres positivas su titular activo, el de la finca dominante, tendrá, según cada caso, el derecho a tener (ius habendi), o el derecho a hacer (ius faciendi) alguna cosa, en el predio sirviente o en el propio, que el titular pasivo deberá dejar hacer o tener (o sea, soportar: in patiendo); mientras que en las servidumbres negativas el titular activo tendrá el derecho a prohibir o impedir que el titular pasivo, el de la finca sirviente, haga algo que podría hacer por derecho propio, pero que por la servidumbre se le impide; es decir, tendrá aquél derecho a exigirle que no haga determinada cosa in re sua (en su propio bien) [ius prohibendi (derecho de prohibir)]. Tomando por modelo las pacíficamente admitidas: como servidumbres positivas, suelen citarse las de paso, la de acueducto, las de apoyo de viga en pared ajena, las de desagüe y estribo de presa, las de luces y vistas, o la de vertiente de tejados; y como negativas, se indica como su prototipo la de altius non tollendi (prohibición de elevar el edificio) (autónomamente considerada), y junto a ella, casi como concreciones de la misma, las servidumbres de no edificar -sin más, a menos de una distancia en particular o más allá de una determinada altura-, o la de no impedir u obstruir luces y vistas ajenas.
Sin negar la veracidad de dicha enumeración, en general conviene no anticipar en exceso el contenido de las servidumbres, sobre todo el de las positivas según consistan en tener o en hacer, porque para adscribir una servidumbre en particular a una determinada clase habrá que atender, no sólo a su contenido típico, ni a su nomen (denominación) tradicional, lo cual es meramente indicativo, sino a su contenido concreto, al que presente en cada caso particular.

¿Cabría, no obstante la dicción del art. 255 CC que no la contempla, la posibilidad de una servidumbre que impusiera al titular de la finca sirviente hacer algo por sí mismo en favor de la finca dominante?

En la opinión común de la doctrina esta última hipótesis suele ser criticada porque choca frontalmente contra una máxima consagrada desde el Derecho romano [o como tal nacida de la Glosa durante el ius commune (Derecho común)]: servitus in faciendo consistere nequit (una servidumbre no puede consistir en hacer). La cuestión, aun con la tacha de ser puramente teórica, tiene su relevancia real, en una práctica que, precisamente, se ha encargado de demostrar lo desacertado de aquella objeción, que, sin embargo, por mimetismo, sigue siendo todavía hoy la opinión mayoritaria en España e Italia. Entre quienes, aun en minoría, han defendido aquella hipótesis como viable se alega la existencia, en el propio Derecho romano, de una excepción a la regla prohibitiva, entre otras (más o menos claras y discutibles), representada por la entonces denominada servitus oneris ferendi (servidumbre de carga o apoyo), en la que el propietario de la pared, muro o pilar sirviente, en que se apoyaba o introducía la pared o viga del dominante, estaba obligado a una prestación positiva: la del reficere parietem (reparar pared), esto es, la de conservar y, en su caso, reparar su viga, muro o pilar en que se apoyaba la viga, el muro o pilar del vecino; una conducta obligada de la que, no obstante, podía aquél librarse abandonando su propio dominio (el llamado abandono liberatorio). Sin embargo, en la mejor tradición y explicación, no era ese el contenido y beneficio principal e inmediato de la servidumbre [su utilitas fundi (utilidad del fundo)], sino el de soportar sobre el propio el muro, el pilar o la viga del vecino (dominante); solo accesoria o secundariamente, con alcance instrumental para aquel pati (soportar), tenía sentido aquel facere (hacer) [aquel reficere parietem (reparar pared)]. En ello, la servitus oneris ferendi (servidumbre de carga o apoyo) se diferenciaba de la denominada servitus tigni inmittendi (introducir vigas en fundo vecino), carente ésta de aquel contenido accesorio e instrumental. Así sucede también con los ejemplos que hoy contiene la ley como posibles servidumbres positivas in faciendo, calificadas mayoritariamente como meras obligaciones propter rem (en virtud de la titularidad del derecho sobre la cosa) (cfr., art. 283 CC, sobre obras de conservación de la servidumbre, cuando dice al final que “dichas obras debe hacerlas -el dueño de la finca dominante- a su costa, a menos que se establezca otra cosa en el título”, termina, precisamente, diciendo).

Al margen de ese caso tan particular, silenciado prudentemente por el art. 255 CC, incurre, sin embargo, esta norma en el error de hacer creer, cuando se refiere a “actos de uso en fundo ajeno” que estas servidumbres implican siempre un estricto y exclusivo uso, con posesión incluida, de la finca sirviente, cuando a veces es posible que no haya uso, ni disfrute, o que ni siquiera haya contacto posesorio con la finca sirviente (como, de entre otros ejemplos no poco frecuentes, sucede con las servidumbres de luces y vistas). He aquí, precisamente, la singularidad de las servidumbres prediales frente al resto de derechos reales: las servidumbres reales constituyen, en efecto, un derecho, una carga real de goce, pero (a diferencia de los demás derechos reales de goce) de un mejor goce o un mayor aprovechamiento de la propia propiedad, de la finca propia -que es la dominante- a partir de un gravamen impuesto en otra propiedad, en una finca ajena, diversa -que es la sirviente-, sin la necesidad de gozar, de usar o disfrutar, ni siquiera de poseer necesariamente y siempre esa propiedad ajena gravada. De ahí que la servidumbre predial sea siempre una carga real, con independencia de que a veces contenga además un derecho real (según confiera o no poder inmediato sobre la finca sirviente).

En todo caso, la utilidad a satisfacer con cualquier servidumbre habrá de ser parcial y proporcional en la limitación de la propiedad gravada. Lejísimos, allá por el derecho romano arcaico, quedan las originarias “servidumbres”, las existentes en el ámbito rural en materia de paso [iter (paso a pie o a caballo), actus (paso con jumentos o carruajes), via (camino para todo uso)], y de aguas [aquae ductus (acueducto)], que no se configuraban aún como servidumbres, sino como propiedades, o potestades, recayentes sobre una franja de terreno material del dominio ajeno (camino en las de paso, y río o canal, e incluso el agua, en la de acueducto), que pasaba a ser propio del favorecido por aquéllas. Hoy las servidumbres, como sucede con cualquier otro derecho real diverso del dominio, en principio no pueden absorber toda la utilidad posible, en su goce y disposición, de la propiedad gravada. Sería como ceder la misma propiedad enteramente a través de la servidumbre, lo que no es conforme a que la propiedad cumpla una función social y deba ser respetada en su contenido esencial al margen de expropiaciones forzosas encubiertas (vid., art. 56 CPE).

Radicalizando, no obstante, aquella idea de parcialidad, se ha llegado a decir por algunos autores en España, por ejemplo, que la servidumbre solo puede referirse a un determinado uso de la finca sirviente, no a un uso genérico, ni a sus frutos, o que no caben servidumbres generales o universales, en el entendido de absorber o limitar por entero el goce de la finca sirviente, pues en todos aquellos casos habría un claro fraude de ley: bajo la apariencia de una servidumbre (que sería el derecho simulado), se estaría ocultando (como derecho disimulado), un derecho de usufructo, cuyo régimen legal, defraudado, debería ser finalmente aplicado (con todo lo que ello implica: vgr., en materia de duración y de disponibilidad).

Con tales supuestas deducciones lógicas extraídas de la exigencia general de parcialidad en las servidumbres prediales, parecen olvidar, sin embargo: por un lado, que en la propiedad aún queda la facultad de disposición (de vender, donar, hipotecar,…), y, por otro, olvidan lo característico de las servidumbres prediales frente a los demás derechos reales de goce de cosa ajena –como ya quedó antes dicho-, pues solo las servidumbres suponen un mejor goce o un mayor aprovechamiento de la propia propiedad, de la finca dominante, a partir de un gravamen impuesto en la finca ajena sirviente, sin necesidad de gozar, de usar o disfrutar, ni siquiera de contactar posesoriamente con dicha propiedad ajena gravada [como sucede, entre otros ejemplos, en muchas servidumbres de luces y vistas, en la altius non tollendi (prohibición de elevar el edificio) …]. Lo que, desde luego, no impide que a veces la servidumbre sí implique tal uso o posesión del predio sirviente (como ocurre en las servidumbres de paso, de acueducto …).

La parcialidad en materia de servidumbres prediales, a diferencia de la que es común en los demás derechos reales, debe traducirse, como regla absoluta y sin excepción, en una proporcionalidad que debe haber entre el gravamen impuesto a la propiedad sirviente y el beneficio, provecho o utilidad que correlativamente a esa carga corresponde a la propiedad dominante (cfr., art. 284 CC). De modo que resultará del todo inadmisible una servidumbre cuyo gravamen sea mayor, más perjudicial para la finca sirviente que el beneficio obtenido por el predio dominante. Y el modo de medir y observar tal proporcionalidad se hará en cuanto la utilidad sea predial: que la utilidad se obtenga del inmueble sirviente objetivamente, de su propia naturaleza o destino, para el que lo sea del dominante.

Únicamente es en este sentido que pueden rechazarse las servidumbres generales, cuando solo se precise limitar la finca sirviente en alguna determinada utilidad, en su uso o disfrute. También pueden rechazarse las servidumbres generales por su indeterminación, cuando, en contra del principio –material y registral- de especialidad, no se concrete su contenido limitativo y, por tanto, de beneficio, … Ahora bien, ¿por qué no admitir una servidumbre -que suele llamarse- general, que recaiga sobre todo el goce de la finca sirviente, sin llegar a anularla o amortizarla? En ningún caso se estaría encubriendo un usufructo, siempre que aquel completo goce se extrajera de una finca en beneficio del mejor aprovechamiento de otra finca, la dominante. O póngase el caso en que la propiedad sirviente es de suyo y para sí misma objetivamente inútil o improductiva (por su topografía, superficie, carácter no urbano, …), ¿por qué no admitir también en dicho caso como válida una servidumbre general, o incluso una servidumbre que siendo en principio parcial termine limitando todo el goce, que para sí no tiene aquella propiedad; máxime si la servidumbre se constituye onerosamente? Siempre que tal goce se establezca en provecho de otra finca, habrá en tal caso una utilidad predial y proporcional. Y de ser, además, onerosa, remunerada, no parece ya que pueda haber ninguna objeción, ni considerar la existencia de amortización alguna. En Alemania, recientemente la doctrina plantea como supuesto problemático, a calificar como servidumbre predial o como usufructo, el de la facultad de utilizar la superficie entera de una finca como plaza de garaje o para producir asfalto. O piénsese, por ejemplo, en los casos en que una superficie inmobiliaria enclavada entre otras destinadas a centros comerciales se dispone para su servicio de aparcamiento de vehículos de los clientes de aquellos comercios … Todo dependerá de que haya proporcionalidad super casum (en el caso). O puestos en el extremo opuesto, de admitirse rígidamente, como parte de la doctrina pretende, la parcialidad de la servidumbre como caso siempre válido, ¿qué sucederá en el supuesto en que una variedad de servidumbres se imponga sobre una misma propiedad para terminar anulando su provecho para su propio dueño? No parece que pudiera llegar a admitirse tal caso, aunque individualmente cada servidumbre implicase un uso parcial de la finca gravada, pues ello iría no solo en contra de ésta, sino también en contra de las servidumbres o de cualquier otro derecho real que haya sido constituido con anterioridad (vid., art. 276 CC, que, fundado en no perjudicar el derecho ajeno concurrente sobre la misma finca, puede interpretarse ampliamente en este sentido). Pero si no existe tal perjuicio, nada impide aquella acumulación de servidumbres coincidentes sobre idéntica finca sirviente.

Aquella exigencia de predialidad desmiente otro tópico vertido en tiempos recientes: el de considerar que la utilidad que puede proporcionar una servidumbre, cuando es voluntaria, puede obedecer al simple recreo, amenidad, comodidad o incluso al mero placer o capricho. Hasta alguna norma foránea hay que así lo admite en general (como el art. 1028 CC italiano vigente: “L’utilità può consistere anche nella maggiore comodità o amenità del fondo dominante. Può del pari essere inerente alla destinazione industriale del fondo”). A primera vista, aquella utilidad, aparentemente tan frívola, puede solo ser estricta causa de una obligación, o incluso de una servidumbre personal (allá donde tal figura se admita, como en España o Alemania, aunque no en Bolivia). Mas tratándose de una servidumbre predial, el mero placer o capricho, entendido como aspiración subjetiva, de una persona, no puede serlo. A lo más podría ser el motivo para establecer una servidumbre predial, pero no la causa servitutis (causa de la servidumbre). Para que llegara a ser estricta causa de la servidumbre aquella comodidad habría de ser –una vez más- predial, una amenidad que objetivamente, por su destino, naturaleza o circunstancias, la finca sirviente preste a la dominante.

La realidad, ya desde Roma, nos ofrece algún ejemplo de que ello es a veces posible: basta con pensar en la servidumbre altius non tollendi (prohibición de elevar el edificio), en que la causa de la conducta de no edificar impuesta al fundo sirviente sea, por ejemplo, la de no privar de las vistas al mar de que gozaba la finca dominante. De ahí a los ejemplos, más recientes, de las servidumbres industriales o las de no competencia (que menciona expresamente aquella norma italiana). O el caso de parcelación de terrenos para construir de una determinada manera (por ejemplo, para edificar con una concreta fisonomía, altura, fachada …); la servidumbre de paso establecida para pasear o descansar los clientes de un albergue o de un sanatorio colindante, como propiedades dominantes … Además, en todos esos casos la utilidad que proporciona la servidumbre es también económica, pecuniaria, por cuanto supone también una mejora de la finca dominante en su valor en cambio. Pero así lo es indirectamente, pues antes, o más directamente, la servidumbre ha supuesto una mejora en el uso y aprovechamiento de la propiedad misma. No dejará, pues, de ser en tales casos la servidumbre un derecho real de goce (de mejora en el goce de la propia finca dominante).

En definitiva, prácticamente cualquiera de todas las hipótesis hasta aquí vistas puede ser, en principio, válida, siempre que la utilidad sea predial (prestada objetivamente de finca a finca vecina o colindante), y proporcional (entre el gravamen impuesto a la finca sirviente y el interés de la finca dominante). Todo lo demás se reduce -que no es poco- a un problema de interpretación de la voluntad de las partes, con las pautas (ya vistas más arriba), que, en defensa de la libertad presunta de la libertad, obligan a una interpretación restrictiva de la servidumbre y amplia en favor de aquella libertad dominical inmobiliaria, hasta poder llegar a resolver en último extremo la duda interpretativa negando la existencia de la servidumbre, y admitiendo, a lo más, la existencia de una mera obligación, sino más bien presumiendo, cuando ni siquiera tal carga personal es probada, la mera tolerancia entre buenos vecinos.

Guillermo Cerdeira Bravo de Mansilla