Código Civil Bolivia

Sección I - Disposiciones generales

Artículo 519°.- (Eficacia del contrato)

El contrato tiene fuerza de ley entre las partes contratantes. No puede ser disuelto sino por consentimiento mutuo o por las causas autorizadas por la ley.

Actualizado: 16 de abril de 2024

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Comentario

1. La eficacia vinculante del contrato en vigor. A pesar del énfasis que presenta la primera expresión, los acuerdos entre particulares, obviamente, no son fuente de Derecho objetivo, es decir, ley en sentido técnico, pero viene a corroborar la exaltación y trascendencia del contrato dentro del sistema jurídico-económico que se instaura con la codificación (art. 1134 Code Civil de Napoleón). El contrato no tiene virtud creadora de normas jurídicas (no cabrá alegar “fraude de ley” en un contrato) porque, precisamente, la eficacia obligatoria del acuerdo presupone la existencia de una ley que la reconozca. El Derecho objetivo es el que otorga a la “eficacia” contractual (fuente de obligaciones/derechos subjetivos de crédito) la misma fuerza de la ley a efectos de su vinculación jurídica, limitada en origen a las partes intervinientes. El contrato no es ley, pero los derechos y obligaciones que nacen del contrato obligan como las que la ley impone porque, al venir a la vida jurídica y entrar en “vigor”, aquél adquiere la misma fuerza (vis) vinculadora o de sujeción (a lo convenido).
Esta disposición constituye el principal exponente y campo de actuación del principio de “autonomía de la voluntad” en la configuración de una de las figuras básicas de la dogmática del Derecho privado: el “negocio jurídico” (unilateral, bilateral o multilateral) como medio de autorregulación o autodeterminación de los intereses personales de las partes concurrentes en la operación jurídica. En este caso, se refiere al acuerdo de voluntades, acaso completado con otros hechos o actos jurídicos, con que los particulares se proponen conseguir un resultado (adquirir, modificar o extinguir derechos subjetivos) que se estima digno de tutela jurídica; los particulares, para satisfacer sus necesidades mutuas, crean sus pactos y disposiciones que serán respetadas llevándolas a ejecución. El contrato se impone como una ley (legem enim contractus dedit) y, por ello, la voluntad contractual procedente de la libertad de pactos constituye la ley “particular” (lex privata) de los contratantes, aunque con el siguiente límite inherente al marco jurídico: la configuración voluntaria de los negocios jurídicos debe respetar en todo caso la ley “general” (normas imperativas y prohibitivas), es decir, la voluntad no puede configurar un negocio jurídico al margen de las disposiciones legales generales.
Apuntalada previamente la base natural del contrato (art. 450 CC), la mejor expresión legal de la “virtud vinculadora” primaria y fundamental de la relación contractual es equipararla a la propia ley a fin de establecer preceptos coactivos particulares para las partes que se (ob)ligaron. Así, el contrato “voluntario” pasa a ser “necesario” (contractus ab initio voluntatis est, post facto necessitatis) como instrumento normativo al que los contratantes deben someter su comportamiento; en consecuencia, la vinculación que genera el contrato supone que no cabe, de partida, ni la desvinculación unilateral de la relación (irrevocabilidad), ni la modificación unilateral de su contenido (intangibilidad contractual). Esta fuerza obligatoria que emana de la voluntad de las partes (del contrato) no deriva del deber moral de observar la palabra dada, sino que es sancionada expresamente por la ley para que, excluyendo los mecanismos de autotutela ejecutiva particular, sea el juego del ordenamiento jurídico el que ampare los derechos subjetivos y los intereses de los contratantes por los “medios que la ley establece” (art. 291.II CC). De esta manera, obsérvese que, si la eficacia vinculante e imperativa del contrato no deriva de la voluntad de las partes, sino que resulta impuesta por el ordenamiento jurídico, todas las obligaciones son, en cierto modo, legales porque para su nacimiento y eficacia deben recabarse los presupuestos que la ley especifica en cada caso. Este grado de vinculación del mayor rango normativo entre las partes contratantes (personas afectadas) se extiende a todas las derivaciones que, aun no habiendo sido expresadas, resulten de la naturaleza del contrato, conforme a la ley, al uso y a la equidad (art. 520 CC).
A partir de esa formulación general pueden precisarse las siguientes “consecuencias” de trascendencia jurídica referidas al grado de vinculación y personas afectadas:
a) Desde la premisa de que, bien personalmente o bien por representación, cada uno solo puede contratar para sí cara a reglamentar los propios intereses, las obligaciones derivadas del contrato solo producen su efecto dentro de la esfera jurídica de sus autores y, en su caso, de las que las representan, de modo que cualquier tercera persona que no concurre a la convención (no es parte contratante) no puede verse obligada ni perjudicada por actos ajenos (cfr. art. 523 CC). De esta forma se establece el principio de “relatividad” de los contratos (res inter alios), más concretamente del alcance de sus efectos, es decir, de las obligaciones que nacen de ellos cuya eficacia directa es meramente relativa, a diferencia de la configuración técnica de los derechos reales que tienen eficacia frente a todos (erga omnes). Este principio constituye un límite interno (estructural) de la autonomía privada que emana de su propia naturaleza. En definitiva, lo estipulado en todo contrato no puede afectar a quien no intervino en su otorgamiento, aunque tampoco impide que los contratos siempre tengan cierta eficacia indirecta, refleja o mediata para los terceros que han de respetar las situaciones jurídicas creadas por otros y sus consecuencias en tanto se conozca su existencia.
b) El contrato convenido por las partes sirve de ley en todo lo pactado y, precisamente por ello, interpretar dicha ley (contrato) consistirá en averiguar la voluntad o intención de los (contratantes) que la han dictado para servir a la finalidad socioeconómica particular que pretendan alcanzar (art. 510 CC). De esta manera, el contrato genera “acciones personales” entre los contratantes para poderse exigir respectivamente las obligaciones que contraen en virtud de la relación jurídica contraída (art. 294 CC).
c) La efectividad de lo pactado (validez y cumplimiento del contrato) no puede dejarse al libre criterio o arbitrio de uno de los contratantes, con independencia de que sea lícito conceder a una de las partes la facultad de poner en vigor el contrato o, incluso, la facultad de desistimiento unilateral. En este sentido, en el régimen del Derecho de consumo habrá que atender a las disposiciones que, en defensa de las personas consumidoras y usuarias, establece la ley especial respecto de los “contratos de adhesión” y de las “cláusulas abusivas” para modular la vinculación contractual (arts. 19 a 23 de la Ley n.º 453, de 4 de diciembre de 2013). La voluntad impuesta por voluntad unilateral (la arbitrariedad) se desatiende y se desestima desde el momento en que el contrato adquiere eficacia y también, principalmente, cuando la conducta posterior del contratante intenta hacer efectivas sus prestaciones debidas de manera caprichosa o improcedente.
d) Las partes, porque así lo han querido, están obligadas a respetar el compromiso adquirido y obedecer lo dispuesto en el contrato de la misma manera en que están obligadas a observar la ley porque los efectos obligatorios de todo contrato ya no dependen de la voluntad de los contratantes. De este modo se instaura el principio pacta sunt servanda (observar o mantenerse fiel y servil a lo acordado), fundamental del Derecho contractual, conforme al cual el contrato obliga a los contratantes a cumplir puntualmente, no lo que unilateralmente trate de imponer una de las partes, sino precisamente lo pactado en el contrato, sin excusa ni pretexto (art. 291.I CC), pero siempre que concurran las condiciones esenciales para su validez y dentro de los límites de la libertad contractual (art. 454.II CC). Se fundamenta en atender a la seguridad jurídica que se precisa para mantener tanto el orden social como el privado. Por ello, las disputas sobre cumplimiento o resolución de los contratos se ventilarán solo entre las partes contratantes; efectivamente, la falta de adecuación de éstos a la norma jurídica por ellas elaborada ajusta el criterio delimitador del concepto de no realización de las prestaciones (obligaciones) libremente asumidas (incumplimiento contractual). Asimismo, el que incumpla alguna obligación contractual incurre en “responsabilidad contractual” y, si este actuar ilícito ejecutado en el marco contractual causa un daño, incluso ajeno al estricto ámbito del contrato (extracontractual), se infringe el principio alterum non laedere (no dañar a los otros) que genera una nueva obligación (reparar el daño causado).
e) La fuerza de ley corresponde al contrato como tal, no a la escritura pública o documento privado en la que se haya instrumentado o recogido a efectos de prueba.
Si bien es una norma alegada con frecuencia ante los tribunales, dado que es habitual que los contratantes discrepen del contenido y nivel de cumplimiento de lo acordado, presenta escasa transcendencia práctica más allá de constituir el fundamento remoto de las pretensiones de las partes interesadas en su observancia. En realidad, la proclamación de que los contratos tienen fuerza de ley para las partes contratantes presenta un carácter programático y genérico de exigua utilidad pragmática, ya que esta “fuerza de ley” estará siempre mitigada por los límites de la propia Ley como norma obligatoria y limitadora de la autonomía de la voluntad.
2. La eficacia vinculante para el juez en su función de aplicador de la ley. La “fuerza de ley” del contrato creado por los contratantes alcanza especialmente a los jueces como encargados de interpretar la voluntad (la ley) de los interesados. Las derivaciones más significativas que emanan de ello son las siguientes:
a) En aplicación del principio de “irretroactividad” de las leyes, el juez no puede aplicar nuevas reglas posteriores a la relación contractual ya entablada y en vigor, ni modificar los términos del acuerdo concluido por los contratantes. Otra cosa es la contingencia de “integrar” el contrato conforme a las pautas legales reseñadas (art. 520); o que las partes celebren un “nuevo” contrato que altere o complemente el anterior en vigor, en cuyo caso el juez aplicaría esta nueva ley de los particulares.
b) En su labor de interpretación, sobre todo debe indagar, como se ha indicado, la verdadera voluntad (“intención común”) de las partes para así determinar el sentido justo de lo convenido, especialmente en los contratos atípicos y complejos, conforme a las pautas de interpretación de los contratos (arts. 510 a 518 CC). A efectos de casación es importante definir la naturaleza jurídica de esa búsqueda de la voluntad de las partes, es decir, calificar si es una cuestión de hecho o de Derecho. En principio, si el contrato es la “ley” de las partes, su interpretación aparenta ser una cuestión de Derecho y, por tanto, susceptible de revisión en casación. Sin embargo, parece más fundada la doctrina que reserva el nivel casacional solamente a la interpretación de las leyes generales para asegurar la unidad jurisprudencial del ordenamiento, sin extenderlo, por tanto, a las “leyes particulares” que emanan de una convención y no sirven para resolver divergencias jurisprudenciales de los tribunales inferiores. Por ello, el propio carácter de la disposición comentada la hace inhábil, por sí misma, para fundamentar un motivo de casación porque solo cabría en caso de desconocimiento de la obligatoriedad del contrato, es decir, ignorancia o error sobre esta disposición con fuerza legal para las partes. La cita del tenor del contrato necesita, en la casación, que se complete con la de aquellas disposiciones que acrediten que los tribunales de instancia interpretaron mal el tenor contractual o que se equivocaron al estimar que su cumplimiento se ajustaba o no al mismo.
c) Enfrentado el juez a los términos del contrato, no podrá modificar sus elementos para atenuar la rigurosidad de las obligaciones acordadas e impuestas a las partes; y deberá verificar la correcta ejecución del contrato mediante el cumplimiento integral de las obligaciones estipuladas.
3. La pérdida de la eficacia vinculante. El primer efecto o compromiso negocial consiste, precisamente, en la prohibición de retirar lo acordado y en la irrelevancia de la eventual revocación. En la doble perspectiva del contrato como ley particular de los contratantes, pero sometido a las disposiciones legales generales, la eficacia del contrato puede decaer por razón precisamente de una de esas dos vertientes:
a) Por voluntad de las partes. El consentimiento, una vez prestado, deviene irrevocable para los contratantes porque la fuerza vinculante del contrato generado es obligatoria e inmodificable unilateralmente. Después del aludido “consenso” generador del contrato y determinado que el vínculo no puede ser desatado por arbitrio de uno de los contrayentes (voluntad unilateral), dentro de la posibilidad de modificar su tenor se contiene el “mutuo disenso” para, consintiéndolo todas las partes mediante resciliación (fusión de rescisión y conciliación), poner fin a la relación jurídica válida y eficazmente constituida (nihil tam naturale est quam eo genere quidque dissolvere, quo colligatum est). Se trata del mutuo acuerdo o pacto resolutorio que constituye una causa de extinción de las obligaciones generadas entre las partes por disolución o ruptura del vínculo contractual. Para ello se requiere la constancia (prueba) de un consentimiento de retractación de signo contrario (contrarius consensus) al constitutivo del vínculo contractual, manifestado expresa o tácitamente mediante actos inequívocos que revelen la común voluntad de los contratantes de dejar sin efecto el negocio concluido, desligándose de las obligaciones por ellos contraídas y renunciando a exigir su efectividad y cumplimiento. En suma, un “nuevo acuerdo” (contrato atípico) conducente ex profeso a dejar sin efectos el anterior.
Como se ha señalado, por regla general, el carácter del vínculo obligatorio derivado del contrato no admite una actuación unilateral que afecte a su vigencia, pero ello no impide que por acuerdo entre las partes se produzca la extinción del contrato o la modificación de su contenido. En este sentido, se admite la posibilidad de dejar sin efecto unilateralmente un contrato cuando las partes así lo prevean (art. 525 CC) o establezcan una cláusula resolutoria (art. 569 CC). En todo caso, cuando se trate de contrato celebrado en el ámbito del Derecho de consumo, dicha facultad deberá respetar las limitaciones derivadas de la regulación de las “cláusulas abusivas” (art. 22.II.b de la Ley nº 453, de 4 de diciembre de 2013).
b) Por ley: causas expresas. Con la finalidad de velar por la eficacia y protección de la libertad contractual como fuente generadora de obligaciones patrimoniales, para el caso de inobservancia e insatisfacción de éstas, la ley contempla una “serie de alternativas que buscan el cumplimiento de la obligación contraída o su extinción” (SCP 1026/2013-L de 28 de agosto de 2013). En este sentido, el régimen general aplicable a todo tipo de contratos establece mecanismos para disolver el contrato en base a razones técnicas; así en la compensación (arts. 363 a 375 CC), en las arras penitenciales (art. 538 CC), en la facultad de resolución por incumplimiento (arts. 568 y 575 CC), en el régimen de la responsabilidad por evicción y vicios ocultos (arts. 624 a 635 CC) o en la resolución legal de la venta (arts. 639 y 640 CC). Además, específicamente, la norma se refiere al desistimiento “unilateral” que la ley autoriza y concede a una de las partes en los diversos contratos típicos codificados, tal como sucede en el arrendamiento por tiempo indefinido o indeterminado (arts. 687 y 709 CC), y arrendamiento destinado a vivienda (art. 720 CC); en el contrato de obra (art. 746 CC); en el contrato de sociedades por tiempo indefinido o período superior a 25 años (art. 795 CC); en la revocabilidad o renuncia del mandato (arts. 828 y 832 CC); o en la restitución y el retiro del depósito (art. 850 CC).
En todo caso, desde esas últimas premisas legales, también es razonable defender la existencia de una facultad de “desistimiento unilateral” (vid. art. 525 CC), aunque la ley o el contrato no la concedan, en las relaciones obligatorias duraderas o de tracto sucesivo que sean de duración indefinida (temporalidad de las relaciones patrimoniales) o estén basadas en una relación de confianza personal (carácter personalísimo del contrato). Esta regla se deriva de la propia naturaleza de la relación contractual entablada y se eleva a la categoría de principio general del Derecho para, sin necesidad de alegar justa causa, poner fin al contrato con eficacia ex nunc. En el ámbito del Derecho de consumo, por ejemplo, cualquier contrato de prestación de servicios o suministro de productos de esas características que establezca plazos de duración excesiva u obstaculice al usuario o consumidor poner fin al contrato se reputará cláusula abusiva por generar un estado de desventaja y desigualdad frente a los proveedores de productos y servicios (art. 22.I de la Ley n.º 453, de 4 de diciembre de 2013).
Mikel Mari Karrera Egialde